TRIBUNA / Hacenderas
Ángel Coronado resalta los valores de los trabajos comunitarios en las sociedades, denominados con diferente nombre en función de las regiones en las que se siguen practicando.
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TRIBUNA / Hacenderas
Hace tiempo tuve la idea de situar espacialmente la existencia de una idea que me pareció hermosa, me lo sigue pareciendo y creo lo seguirá siendo así. La idea del trabajo era bien simple: trataba de cartografiar la región en la que un deseo de naturaleza común entre los miembros de una comunidad, con independencia de quiénes fueren y cómo pensasen acerca de su objeto y de su particular condición, colaborasen colectiva y conjuntamente en la reparación y arreglo de cosas o actividades comunes (caminos, acequias, atajos, pastoreo de manadas o conjuntos de animales domésticos, cercas, etc.).
Respondía a una sola intención, a saber, la de elaborar una especie de atlas específico que mostrase la diferente manera de apelar o denominar esa hermosa costumbre en las regiones representadas. El resultado sería tan novedoso como seguro. Nadie sabía nada acerca del tal cartografía, pero no en función de estar escondida entre dificultades invencibles de búsqueda o intelección sino en esa dejadez soberana que solemos practicar cuando se trata de obviar o evitar el poner en claro lo obvio. Intentamos entonces la tarea falsamente heroica de aclarar esa cuestión, la de aclarar intencionalmente lo inconscientemente velado. E
l método empleado databa del año de la nana y consistía (da casi vergüenza decirlo) en el llamado por los etnógrafos el método de la muestra y el nombre. Ir por el mundo preguntando por el nombre de la cosa. Y una circunstancia providencial vino entonces en nuestra ayuda, o si así lo prefieren, descubrimos al punto esa circunstancia: la cartografía, esa ciencia cuyo desarrollo se tenía desde siempre como efecto de los avances de la ciencia, no solo se debía a esos avances, que también, y no sólo de forma subsidiaria o de menor valía sino de forma absolutamente decisiva. La moderna cartografía, la cartografía actual, la de nuestros modernos atlas, se debe íntegramente a esos avances tecnológicos sin más.
Pero nuestro descubrimiento fue el de que tales avances tecnológicos supusieron también dejar de lado la otra cartografía, que vino a quedarse entonces desasistida, como sepultada a creciente profundidad cuanto más precisa crecía su contrapunto, la cartografía absolutamente precisa de hoy y a la que común y exclusivamente se alude con esa palabra. Al propio tiempo también, los antiguos mapas del mundo comenzaron a separarse en dos ideas coexistentes, es decir, aplicadas a la vez a ese tipo de antigualla: De una parte su escandalosa imprecisión, absolutamente inútil para la ciencia. Pero de otra su creciente valor monetario. Fiel reflejo de un desconocimiento e ingenuidad pero valioso desde un punto de vista histórico y comercial. Un auténtico mapa antiguo cobra hoy un valor monetario que marea. Tanto como lo hace para el científico su imprecisión. Pero a todo esto, para el curioso, o para el especialista en ciencias humanas, para el etnógrafo, y en cualquier caso, para nosotros, una especie de mareo satisfactorio de hacer un descubrimiento de naturaleza no histórica sino espacial, cartográfica, descubrimiento de una geografía oculta, una historia oculta también, pero oculta debajo de una alfombra que nadie había levantado hasta entonces.
Nos fue dado así el conocer fronteras y límites difusos, pero no a causa de técnicas imprecisas sino estructuralmente inconcretas, naturalmente difusas, tan difusas como siempre lo fueron, por ejemplo, los límites entre el mar Tirreno y el Adriático, entre el Egeo y el mediterráneo Oriental o entre el Cantábrico y el No Cantábrico o Atlántico. Y sin ir más lejos, los límites de nuestra querida Mancha, o Alcarria, por ejemplo. Y tanto es así que incluso las guías más precisas y celebradas de la naturaleza (el famoso Peterson en cuanto aves de Europa se refiere), dicen de tal especie y de tal otra ser comunes en Galicia, en Valencia o en Toledo, como si una urraca tuviese problemas en cruzar las fronteras interprovinciales o cualquier especie rara o endémica no hubiese salido nunca de un rincón desconocido incluido en la provincia de Badajoz o a caballo entre Cáceres y Zamora. Un famoso filósofo (Ortega y Gasset) puso en apuros a un famoso etnógrafo (Julio Caro Baroja) con una simple pregunta: “Oye, Julio, necesito que me des una definición precisa de la voz región”. Al pobre Julio no se le ocurrió contestar lo que hubiese sido preciso, a saber: “Oye, José, “región” no existe como cosa precisa. Espera un poco, pero dime antes su nombre. Sin él solo puedo decirte que a la palabra región solo responde algo estructuralmente impreciso, tanto en superficie como en límites y situación… Lo siento, José.
Situé parcialmente la región en la que una costumbre tan hermosa se denominaba “hacenderas”. Otra en la que a la misma costumbre se llama “azofra”, y aún otra en la que el nombre propio es la de “caminos” . Y digo lo de parcialmente porque según he pretendido explicar, esta cartografía no se detiene ante límites precisos de ninguna clase, y por ello, tampoco ante los límites provinciales. Me refiero por lo tanto, y no sin antes señalarlo de forma precisa e intencionada, a esos límites imprecisos, pero que me cupo dibujar dentro de la provincia de Soria. En la zona limítrofe con Aragón domina la voz “azofra”. En la zona soriana occidental domina “hacenderas”, y por fin, como una especie de enclave asociado a la región pinariega, se dibuja la zona en la que a esta labor comunitaria se denomina “caminos”.
Evidentemente nuestro estudio no hizo más que comenzar. El tipo de trabajo comunitario a efectuar no se mostró uniforme, aunque no fue posible constatar hasta qué punto. Pudimos comprobar no obstante que el trabajo comunitario a efectuar en la región que al mismo se denomina “caminos” respondía con tal nombre al arreglo de vías de tránsito más que a otra cosa, aunque tampoco de una forma exclusiva. Los límites difusos no son erróneos o intencionales. Son de condición naturalmente estructurales.
Y ahora otras dos anécdotas que terminen de adornar este florero. Una se refiere al acontecimiento que narra el maestro en lingüística etnográfica Manuel Alvar describiendo la confusión originada cuando la administración franquista decidió subvencionar la pesca de la sardina sin conocer la relación entre sus nombres vernáculos asociados a sus correspondientes regiones. El dinero del contribuyente se vertió de forma equivocada. Sardina, arenque, boquerón y vaya usted a saber de cuántos nombres más se trataba. Solo Manuel Alvar y su equipo lo sabría.
De otra parte un desaguisado más, ahora relativo a los diferentes nombres vernáculos de dos especies vegetales asociadas. Nos cupo hacer en su tiempo un descubrimiento insospechado, recogido en la revista de la Diputación de Soria nº 53 bajo el nombre de “Enebros y sabinas, un caso de doble inversión semántica”. Por las razones históricas que fueren, la geografía de la superficie provincial soriana estaba cruzada de noroeste a sureste por una frontera lingüística difusa que denominaba de inversa manera el par de nombres científicos A y B de dos especies vegetales asociadas entre sí, con el correspondiente par de nombres vernáculos o regionales a y b. En la zona noroeste, a la especie A (nombre científico) se conocía popularmente con el nombre a (nombre vernáculo), y a la especie de nombre científico B, se denominaba b (nombre vernáculo), mientras que en la zona suroriental ocurría justo al revés.
Pues bien, así las cosas, vino el técnico experto en ingeniería botánica pero ignorante hasta lo indecible de todo este delicado asunto al que nos venimos refiriendo, para sentar su dictamen, basado en la incalificable confusión entre nombres científicos y vulgares. En la zona noroeste vino a decretar el cambio de su tradicional nombre vernáculo por el utilizado en la zona sureste, con lo que la citada frontera lingüística quedó automáticamente borrada. A esto se llama cometer dos crímenes culturales de un solo tiro. De una parte desconocer la necesidad del nombre científico invariable para la ciencia. Del otro desconocer la natural diversidad del nombre vernáculo y de sus delicadas y estructuralmente difusas fronteras. Al famoso enebral de Calatañazor se le viene llamando ahora sabinar (gracias a Dios se conservan todavía numerosa toponimia de la forma “enebro” por la zona), pero solo gracias a la inexistencia de cárceles culturales para encerrar a tan notables iletrados, éstos andan por ahí cabalgando sueltos y haciendo de las suyas. De haberse enterado el maestro Manuel Alvar, ya fallecido, le hubiese dado cualquier acicuaco de gravedad. A nosotros, disgustados gravemente, movió a publicar el ensayo citado en la revista de la Diputación.
Menos mal. Hoy en día contamos con un colectivo digno de su nombre. Me refiero a la organización que ha tenido a bien denominarse Hacenderas. Nuestra más cordial enhorabuena.
Fdo: Ángel Coronado