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Soria

Tercer premio del concurso de relatos breves de la dieta mediterránea

David de Sendra, con "Carpaccio de Oronja soriana", se ha hecho acreedor al tercer premio del concurso de relatos breves de la dieta mediterránea, organizado por la FCC. Bien documentado y con lenguaje cuidado, pone en valor ingredientes de la geografía soriana en su particular receta, que pueden leer a continuación.

"Oro", de Kini Mercado.

CARPACCIO DE ORONJA SORIANA 

Sutileza en estado puro, así era la Amanita caesarea en su fase de huevo. La seta de los césares estaba envuelta de leyenda, contaban que los emperadores las demandaban frescas para sus bacanales, y los siervos del César reventaban a sus propios caballos para que el producto llegase en condiciones desde las sierras hispánicas hasta las mismísimas cocinas del Palatino.

Joya de la corona de los carrascales, la coartada de Agripina para cometer magnicidio podía ser consumida en crudo. Y ese estado carente de manipulación fue el designado por la cocinera, era la mejor manera de comerse un exquisito trozo de bosque.

Tras cortar el huevo ambarino en láminas muy finas, la chef preparó el componente secreto: una vinagreta con nueces del Campo de Gómara y miel de biércol de la sierra Cebollera, fabricada por las imprescindibles y laboriosas abejas con el polen de los hermosos brezos de la montaña; Soria tenía el gran honor de poseer los mayores y mejores brezales de Iberia.

La hechicera de los fogones convirtió lo simple en la alegoría de la complejidad uniendo el alma glaciar del brezo de la Laguna Cebollera con la carne asolanada de la oronja del encinar de Valderromán.

Parte de la riqueza medioambiental que ofrecía Soria se concentró sin necesidad de grandilocuencia.

La vinagreta destapó la presencia romana en Soria por culpa de la nuez. Traída desde Oriente por los romanos con el fin de otorgar prosperidad a las vegas recién conquistadas, la nuez era capaz de generar colesterol benigno gracias al ácido linoleico. El fruto seco simbolizaba a la Diosa Prosperpina, responsable de la primavera y la prosperidad de las tierras.

El huevo de rey rindió vasallaje a las impresionantes encinas de Valderromán, las mismas que ofrecieron sombra a los cristianos que fueron a batallar a Catalañazor y dieron de comer a la cabaña porcina de Caracena, otrora muy abundante.

El poderío de la provincia soriana era abrumador, capaz de fusionar un pedazo del gélido periodo glaciar que asoló Europa durante milenios con un trozo de piso climático necesitado de los calores rigurosos.

El baño de vinagreta de las rodajas delgadas llevó a la amanita de los césares directa a los Campos Elíseos, y todo ello sin salir de Soria.

Pero la creadora entre fogones fue más allá, y quiso que llegasen las nieves a todos los rincones de la montaña, no para purificar o esconder las vergüenzas, los copos de queso curado de cabra moncaina tiñeron de blanco a la oronja y a la vinagreta, reivindicando a la cabra soriana por partida doble.

Por un lado, varios ganaderos sorianos recuperaban las razas caprinas que antaño poblaron los páramos, las proverbiales razas serrana blanca y moncaina, cabriolas y ramoneos que supusieron un aporte proteínico vital para los moradores del Alto Jalón y del Moncayo.

Por el otro, y siguiendo en el Moncayo por el curso del río Manubles, el queso de cabra buscó redimir la ausencia de la cabra montés, animal que reaparecía tímidamente desde la tumba del gigante Caco.

Y algún día, los totémicos animales que maravillaron a los sorianos paleolíticos, llegando a perfilar su figura en la pizarra de la extraordinaria “placa de Villalba”, volverán a pacer entre los brezos de la laguna cebollera y a ramonear entre las carrascas de Valderromán.

El sencillo carpaccio de oronjas era Soria, y no había nada más que añadir. Cada bocado era un bosque, una montaña, un pasto, un páramo, un castillo, una iglesia, un aprisco, un arroyo, un recodo del camino o un soriano ajado por las inclemencias. Pero sobre todo era un esclavo de Escipión recolectando oronjas para Roma, rompiendo sus cadenas a la sombra de la encina, soñando despierto con el día en que sus vástagos degustarán los huevos de rey que ofrecían los bosques de Quercus, pues a ellos pertenecía ese privilegio que otorgaba la Diosa Madre.

Y si un comensal por motivos morales no quería tastar la miel y el queso, la oronja era igual de esplendorosa con añadir unos trozos de nuez, un chorrito de aceite, otro de vinagre, sal y pimienta. El delicado ámbar del bosque era mágico con todas las elecciones gastronómicas, Anae así lo pretendió desde el inicio de los tiempos.

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