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"Todo empieza con una fotografía", de Miguel Ángel González

Golmayo ha entregado hace unos días los premios de su primer certamen literario. El tercer premio ha sido para Miguel Ángel González González, de Madrid, por su relato "Todo empieza con una fotografía", que puede leer a continuación.

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Todo empieza con una fotografía


Es una fotografía vieja. Debe tener al menos cuarenta años, tal vez más. Es una fotografía en blanco y negro. Una fotografía antigua en blanco y negro a la que el tiempo no parece haber tratado demasiado bien. Tiene varias marcas que delatan su antigüedad y sus esquinas están rotas y ennegrecidas. La fina capa de plástico transparente que protege la imagen ha comenzado a despegarse por diferentes lugares, como lo hace la piel de una persona que ha pasado demasiado tiempo expuesta al sol, por lo que ahora algunas zonas conservan su brillo natural mientras que otras, en cambio, muestran un tono mate.
Tú no apareces en la fotografía. Lo más probable, piensas, es que ni siquiera hubieras nacido cuando la imagen fue tomada. Tampoco aparece en ella ninguna persona a la que conozcas; a decir verdad, en ella no aparece nadie.
Lo único que puede verse es una iglesia. La Iglesia de la Natividad, situada en Nafría la Llana. Una iglesia a la que has entrado decenas de veces. Una iglesia a la que no entras desde hace más de una década. El tiempo que ha pasado desde que te marchaste a vivir fuera de Golmayo, el lugar en el que pasaste toda tu infancia.

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Para comprender la importancia que puede tener una simple fotografía desenfocada y el motivo por el que llevas quince minutos mirándola fijamente, como si creyeras que fuera a comunicarse contigo de un momento a otro, hay que remontarse siete horas. Las siete horas que separan el instante actual, en el que te encuentras sentado sobre el taburete de una cocina, con el acontecido esta mañana, cuando una trabajadora social os ha entregado a tu hermana y a ti los objetos personales de vuestro padre: su documentación, trece euros, un bolígrafo de tinta azul, un calendario del año pasado, un paquete de caramelos de miel y la fotografía desenfocada de la iglesia.
Tu padre ha muerto esta madrugada; su cuerpo inerte ha sido encontrado por una de las enfermeras del Centro Gerontológico Integral Gerosoria, en el que llevaba ingresado desde la pasada primavera. Han encontrado su cadáver por la mañana, a las seis y cincuenta y tres minutos, pero lo cierto es que hacía mucho que él se había ido. Su cuerpo seguía allí; pero él, tu padre, hacía tiempo que ya no estaba.
Para él la vida siempre fue un juego; un juego en el que había que participar y divertirse. Resistió los primeros meses, aquellos en que olvidaba cosas que no tenían demasiada importancia o lograba recordarlas transcurridos unos minutos, pero con el paso del tiempo todo se volvió más complicado y confuso y algunas veces no era capaz de reconocerte cuando ibas a visitarle, o se descubría una
mañana dando tumbos por la calle sin tener la menor idea del lugar al que se dirigía.
Los médicos concluyeron que su Alzheimer había desembocado en una demencia severa. Os entregaron a tu hermana y a ti un informe en el que detallaban su proceso degenerativo, explicando que se trataba de una evolución lógica en el desarrollo de su enfermedad, cuyas consecuencias eran irreversibles. Pero para ti aquellas palabras con las que los médicos llenaron su informe no significaban nada, no eran más que folios manchados de tinta; tú siempre supiste que la explicación era mucho más sencilla: cuando tu padre dejó de divertirse, decidió no jugar más.


**********
Su casa te parece ahora una vivienda extraña, como si hubieras olvidado los años que pasaste allí durante tu infancia. Inhalas todo el oxígeno que tus pulmones te permiten y cierras los ojos. Al hacerlo, durante un instante, vuelves a ser un niño.
El niño que correteaba por la cocina mientras su madre preparaba la comida, o el niño que lanzaba piedras al río desde lo alto del puente romano. Cuando vuelves a abrirlos el pasado ha desaparecido y tú vuelves a encontrarte sentado en un taburete frente a la mesa sobre la que descansa la fotografía desenfocada de la Iglesia de la Natividad.
Te pones de pie y caminas diecinueve pasos. Los diecinueve pasos que separan la cocina del salón principal. Junto a la televisión hay un arcón de madera.
Tiene un candado, pero la llave está puesta. Lo abres y, aunque conoces de antemano lo que oculta su interior, cuando descubres las decenas de álbumes en los que tu padre archivaba todas sus fotografías sientes una presión en la garganta, como si alguien te estuviera ajustando en exceso el nudo de la corbata. Coges uno al azar y miras su lomo, hay un año escrito a mano: 1985. Después lo abres por una
página intermedia y contemplas algunas de las instantáneas tomadas durante aquellos doce meses.
Miras uno tras otro y descubres que, pese a que tu padre nunca se dedicó profesionalmente a la fotografía, la calidad de sus imágenes no tenía nada que envidiar a la de los artistas reconocidos.
Es en ese momento cuando una duda te asalta, te genera desconcierto que al ser ingresado en la residencia en la que ha pasado sus últimos meses, decidiera llevarse consigo la imagen de una iglesia desenfocada. Intentas buscar una explicación lógica, pero no la encuentras. Piensas entonces que quizá su demencia fue la que le llevó a dar una transcendencia desmedida a una fotografía cualquiera,
pero un dato al que no habías prestado demasiada atención hace que se desmoronen los cimientos de tu reflexión.
Recorres en el sentido inverso que te ha llevado hasta el salón los mismos diecinueve pasos y te sitúas nuevamente frente a la fotografía. Con cuidado, agarrándola por una de sus esquinas con los dedos pulgar e índice de tu mano derecha, la giras. Tras ella hay un número. Un número manuscrito: 351073. Seis dígitos. Seis dígitos que no logras entender. Seis dígitos que quizá no signifiquen nada. Seis dígitos que quizá lo expliquen todo.


**********
Pasas la lengua por tu labio superior. Está reseco; agrietado. Mientras desprendes de él los restos de piel muerta con la ayuda de los dientes, piensas en tu mujer. Recuerdas que ella siempre te dice que deberías llevar una barra de manteca de cacao en la chaqueta. Ahora la echas en falta; a ambas, a tu mujer y a la barra de manteca de cacao. Intentas calcular de memoria las horas que lleváis sin hablar y, tras comprobar que se trata de un número elevado, consideras adecuado llamarla para que tu largo silencio no acabe preocupándola. Sacas el teléfono móvil y marcas nueve dígitos.
Un tono.
Dos.
Tres.
Una voz femenina responde al otro lado de la línea. Parece una voz infantil.
No es la voz de tu mujer. Es la voz de tu hija. Tiene nueve años y se llama igual que su madre.
¡Hola, papá!, dice. Hola, cariño, dices tú. ¿Cómo está el abuelo?, te pregunta.
Antes de responder, cierras los ojos y vuelves a inhalar una gran cantidad de oxígeno por la boca, pero esta vez, al contrario que la anterior, no consigues que la casa vuelva a resultarte familiar, ni siquiera durante un segundo.
Bien, como siempre, respondes. Te manda besos, mientes.
Aunque ha sido idea tuya ocultarle la verdad, ahora tus palabras parecen herirte la garganta al ser pronunciadas.
¿Quieres hablar con mamá?, pregunta. Está en la cocina, te aclara.
Un instante después escuchas unos pasos, imaginas que son los de tu hija recorriendo el pasillo. Después hay unos segundos de silencio y, finalmente, puedes oír a tu mujer preguntándote por el viaje, por tu hermana y por el duro momento en el que ambos habéis tenido que enfrentaros al cuerpo sin vida de vuestro padre.
Todo ha ido bien, respondes. Una respuesta que tal vez no sirva para ninguna de sus tres preguntas, pero que tú usas para zanjarlas todas.
Miras la fotografía, con sus seis dígitos mirándote fijamente: 351073. No tienes demasiado claro si es buena idea hablarle a tu mujer de ella, crees que quizá pudiera ayudarte a encontrar una respuesta lógica, pero finalmente te decantas por no decirle nada al considerar que la tarea de intentar explicarle la trascendencia de la imagen por teléfono es demasiado ardua.
Continuáis hablando durante algunos minutos más. ¿Estás triste?, te pregunta en un determinado momento. No lo sé, respondes.
Y es cierto. Te cuesta identificar el sentimiento que te embarga desde el momento en que has recibido la noticia; lo que has sentido mientras recorrías en automóvil los 230 kilómetros que separan la casa en la que creciste de la casa en la que ahora vives. Podría ser tristeza, pero no puedes asegurarlo.
En el fondo es lo mejor, dice tu mujer con un tono de voz amortiguado y conciliador. Él estaba muy enfermo; ahora ambos podrán volver a estar juntos, comenta en referencia a tu madre, muerta tres veranos atrás. Era lo que ambos deseaban, afirma, volver a estar juntos.
Os despedís. Ella cuelga primero. Tú continúas con el auricular pegado al oído durante un largo rato. De repente, tras pulsar el botón rojo que da por finalizada la comunicación, rompes a llorar. Rompes a llorar de la misma forma en que lo haría un niño pequeño, sin tener demasiado claro si las lágrimas son provocadas por el recuerdo de tu padre muerto, por el recuerdo de tu madre muerta, o por la idea del reencuentro entre ambos.

**********
La última vez que viste con vida a tu padre fumaba, o tal vez comía pipas. Le visualizas sin dificultad sentado a tu lado, en uno de los bancos de madera del jardín del Centro Gerontológico Integral Gerosoria, vestido con un pantalón de pana marrón, una camisa de manga larga y un gorro con el que protegía su cabeza del frío.
También recuerdas que constantemente llevaba una de sus manos hacia los labios para, un instante después, dejarla caer nuevamente sobre sus rodillas.
Primero le imaginas sujetando un cigarrillo entre los dedos índice y corazón, pero un par de segundos después crees recordar una bolsa de plástico repleta de pipas sobre su regazo y, en el suelo, alrededor de vuestros pies, decenas de cáscaras.
En cualquier caso aquella no fue la última vez que viste con vida a tu padre, volviste a estar con él muchas más veces, pero sí fue la última vez en que pudisteis mantener una conversación coherente, antes de que se convirtiera en un amasijo de huesos y carne incapaz de comunicarse con el exterior. Y esa tarde él te habló de tu madre. Años atrás, cuando ella estaba viva y él no estaba enfermo, ambos os contaron a tu hermana y a ti cientos de veces la historia del día en que se conocieron, pero desde que ella murió, tu padre no había vuelto a referirse a aquel momento.
Uno no puede hacer siempre grandes fotografías, dijo usando las palabras exactas que había empleado todas las otras veces que había narrado esa misma historia, pero te puedo asegurar que el día que tu madre y yo nos conocimos, acababa de revelar el peor carrete de toda mi vida, prosiguió. Pero un instante después apareció ella y todo cambió. Algunas veces las cosas son así, uno cree no
entender lo que ocurre y de repente aparece alguien para darle la vuelta a la situación y todo cobra sentido.
Detuvo su narración un instante y dio una calada al cigarrillo, o tal vez saboreó los restos de sal que las pipas habían dejado en sus labios.
Nos tropezamos, continuó diciendo, y todas las imágenes salieron disparadas.
Durante un par de segundos el cielo se cubrió de trozos de cartón plastificado de 10x15. Ella se agachó para ayudarme mientras se disculpaba. Entonces yo, que nunca he sido muy atrevido, te aclaró, le propuse un trato, le dije que la perdonaría si aceptaba que volviésemos a vernos.
Aunque conocías cada detalle de la historia como si te hubiera ocurrido a ti mismo, decidiste que lo más adecuado era seguirle el juego.
¿Aceptó?, le preguntaste. A medias, respondió.
Me dio su nombre; eso fue todo lo que hizo. Dijo que si el destino quería que volviésemos a vernos, solo con esa información lograría encontrarla. Podría parecer una tarea imposible, continuó diciendo tras una breve pausa con la que intentó generar cierta expectación, pero lo cierto es que en el mismo momento en que conocí su nombre, supe que volveríamos a encontrarnos, ¿sabes por qué?, te preguntó. ¿Por qué?, dijiste tú, pese a conocer la respuesta.
Porque se llamaba igual que el título de mi canción preferida, contestó.


**********
José Celestino Casal Álvarez, conocido por el nombre artístico de Tino Casal, sufrió un aparatoso accidente al caerse del escenario en el que actuaba durante un concierto en el año 1985.
Tras varias semanas intentando librarse del dolor tomando analgésicos, la herida acabó convirtiéndose en una agresiva necrosis que obligó al artista a cancelar todas sus actuaciones y a pasar largos meses postrado en una silla de ruedas.
Regresó a los escenarios dos años más tarde, usando como apoyo un bastón dorado, y presentando un nuevo disco grabado en los estudios Doublewtronics que llevaba por título Lágrimas de cocodrilo.
El álbum, compuesto por ocho canciones, se convertiría en el mayor éxito de su carrera gracias a una de ellas: Eloise.
Lo curioso de toda esta historia es que pese al éxito que supuso el tema en su trayectoria, la canción había sido compuesta cerca de dos décadas antes de que
Tino Casal la cantara por primera vez; concretamente fue escrita por el músico inglés Barry Ryan en el año 1968.
La mayoría de la gente desconoce esta información. Tú no. Tú eres una de esas personas que saben que el tema original ya había sido cantado mucho antes de que Tino Casal se subiera a un escenario apoyado en un bastón dorado; mucho antes incluso de su accidente y de su largo reposo postrado en una silla de ruedas.
Lo sabes por dos motivos: en primer lugar porque el tema original, la canción de Barry Ryan, era la preferida de tu padre; y en segundo lugar, porque Eloise era el nombre de tu madre.

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Te sirves un vaso de agua y lo bebes de un trago. Antes de poder hacerlo has tenido que abrir la puerta de madera del mueble que hay debajo del fregadero para girar la llave que permite la circulación por todos los grifos de la casa. Mientras lo hacías has recordado que también fuiste tú el que giró esa misma llave en sentido inverso meses atrás, cuando estuviste allí por última vez para recoger la ropa que tu
padre no había podido llevarse consigo a la residencia.
Antes de comenzar a fluir el agua, se ha escuchado un ligero pitido, como el de un tren momentos antes de abandonar la estación. Lo cierto es que han sido dos los vasos que te has servido, pero el primero de ellos no lo has tomado; no lo has hecho porque el agua tenía un aspecto turbio debido al largo tiempo que las tuberías han estado en desuso.
En cualquier caso, lo realmente trascendental no es la acción que acabas de realizar, sino las consecuencias que conlleva; y es que un acto tan ínfimo como caminar al otro lado de la mesa de la cocina para llenar un vaso de agua, hace que logres atar todos los cabos sueltos, porque ahora, desde el lugar en el que te encuentras, tienes una nueva perspectiva de la imagen de la Iglesia de la Natividad, o, para ser más exactos, tienes una nueva perspectiva de la anotación manuscrita que hay tras ella.
Entonces sonríes. Ríes a carcajadas, realmente.
Lo haces al descubrir el motivo por el que tu padre decidió llevarse consigo aquella imagen. Lo haces al comprender que la respuesta había estado siempre al otro lado de la mesa.
Sonríes, en definitiva, cuando por fin entiendes que él estaba en lo cierto, que algunas veces es necesario dar la vuelta a las cosas para que todo cobre sentido.

 

AUTOR: Miguel Ángel González González

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