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RELATOS/ Los rumores del Golmayo

El Ayuntamiento de Golmayo ha entregado los premios de la segunda edición de su Certamen Literario. El ganador ha sido Francisco de Paz Tante, con su relato "Los rumores de Golmayo”. Lo puede leer a continuación.

CERTAMEN DE RELATOS/ Los rumores del Golmayo 
Aunque el paso de los años y el devenir de la vida siempre dejan su inevitable estela de óxido y olvido, algunos recuerdos permanecen indelebles, quizás para siempre. Así lo presiento cuando rememoro, con la nitidez de una historia recién vivida, aquel día en que acompañé a un viajero en su recorrido por el Golmayo y los entornos próximos, porque quería oír los rumores de sus aguas, desde su nacimiento, cuando se le quedan palpitantes en su cauce los sonidos del salto y el vértigo de su descenso por la cascada de la Toba, brotada con estrépito desde el
vientre poroso de las calizas, hasta que desemboca en las aguas más amplias y mansas del Duero.
Nos encontramos en el Puente Romano, una mañana en que ya había brotado en el campo el esplendor de la primavera. Sobre los sillares grises, mientras escuchábamos el rumor del río, nos arrimamos para saludarnos y preguntarnos por las razones de nuestra presencia allí.
Él me dijo que era escritor, y que quería llegar al nacimiento del Golmayo, para escucharlo, oír sus roces y susurros, porque estaba escribiendo un libro sobre los rumores del agua. Y yo le dije que era profesora de Geografía e Historia en un instituto de Soria, donde vivía; aunque iba con frecuencia a Golmayo, porque era mi pueblo, y allí, en la casa que conservaba de mi familia, me gustaba ir a leer y a escribir, y para pasear por aquellos parajes, que, para mí, no sólo eran espacios físicos y humanos, sino también mis geografías emocionales, en las que estaba enraizada desde los años de mi infancia.
Sobre las piedras del Puente Romano, continuamos hablando, y escuchando el rumor crecido del agua durante aquella primavera lluviosa, mientras soplaba una brisa tibia entreverada con los aromas a la floresta de la ribera y la humedad del cauce sonoro. Y al final, antes de continuar su camino hacia el nacedero del Golmayo, el viajero me invitó a acompañarlo en aquella excursión por el río, por los sonidos del agua. Porque quería oír los roces y rumores de su nacimiento, me explicó; para documentarse sobre la escritura de un libro en que la historia estaba
impregnada con los sonidos del agua, y quería escucharlos en aquellos parajes, en las geografías calizas de aquel río, que brota del interior de la roca, y mantienen el eco de sus profundidades, las resonancias de sus penumbras profundas y los ruidos de su salida al exterior, los sonidos de su cascada, de su caída, de su vuelo acuático antes de chocar contra el suelo y tornarse en río que fluye con sus aguas claras.
Me pareció muy interesante el motivo de su excursión. Por eso decidí acompañarlo, y así compartir con él mis inquietudes y conocimientos geográficos.
Además, no tenía planes mejores, y estaba sola. Como en otras ocasiones me había refugiado en la vieja casa familiar, buscando la tranquilidad; y también, como hacía otras veces, para rememorar mi vida en Golmayo, donde nací y crecí, y de donde me fui, como otros muchos, en mi juventud, durante aquellos años en que la emigración dejó sus muescas en la demografía del pueblo.
Continuamos paseando junto al cauce del río, observando sus aguas y escuchando sus sonidos. Aguas claras, rumorosas, frías durante aquellos días en que aún mantenía la impronta del invierno, en el devenir demorado de las estaciones.
Durante el trayecto, le hablé al viajero de Golmayo, del pueblo, de su geografía rural, de sus años pretéritos y de sus cambios, de su futuro, de sus últimas construcciones urbanísticas y sus novedosas actividades comerciales, tan cerca de la capital. Una transformación urbana que va diluyendo sus orígenes, sus esencias rurales; aunque aún quedan los paisajes inalterados de sus campos, su río, sus bosques; engarzado con la piedra caliza y la tierra en que se enraíza.
Y, además, le dije que nos queda La Cuenca, muy cerca, con sus casas como brotadas de la misma tierra, sus maderas entramadas, sus estructuras surgidas hace siglos, y aún mantenidas, con sus grandes chimeneas humeantes en invierno hacia un cielo frío y crecido. Casas hechas con las sabinas de sus geografías boscosas, con los adobes y los tapiales de la tierra; para levantar las habitaciones, las plantas y las alturas que precisaban los trabajos y los afanes del campo, del mundo rural tradicional: las cuadras, los pajares, las cocinas que aún mantienen el
aroma a cobijo íntimo, a lumbre, a vida campesina.
Luego le hablé al viajero de la pérdida y el abandono del mundo rural tradicional, y de la importancia de los espacios vividos y sentidos, como lugares emocionales y fuentes de identidad. Se trata de una geografía de los afectos al territorio, de la empatía con los sitios que habitamos, de los vínculos emocionales de los hombres y mujeres con el espacio que ocupan, con la tierra, el agua, los bosques, sus referentes existenciales. Ellos, los habitantes de aquel mundo rural pretérito, dominaban los misterios de la siembra y de la tala, de la ganadería, de los ciclos de las cosechas y de los ríos. Era una cultura, la rural, conformada durante milenios, como una forma de entenderse y relacionarse con la naturaleza, que empezó a perderse cuando aquel mundo desapareció.
Y también le hablé al viajero de la importancia fundamental que tienen los paisajes de nuestra infancia. Desde esas realidades físicas y afectivas trazamos nuestras coordenadas existenciales. Por eso los paisajes de mi niñez, en mi pueblo, constituyen un foco de vinculación emocional y una de las fuentes fundamentales de mi identidad. Fue en esos espacios rurales de mi infancia donde se conformó el armazón fundamental sobre el que luego fui tejiendo los hilos de la vida, los avatares de la existencia y la urdimbre de los años. Son lugares que también quedan afectados por los significados y los valores de quienes los habitamos, de nuestros pensamientos, nuestras acciones y relaciones con el mundo y con los demás. Por eso, en Golmayo, donde viví durante los primeros años de mi vida, estoy también yo, en sus geografías pretéritas, en sus calles, en su río, sus senderos. Como lo estoy en los recuerdos de quienes compartieron entonces conmigo juegos y emociones, ilusiones y sueños; en un tiempo ya amarillo, en un lugar de la memoria.
Son espacios que también se pueden conocer, y entender, a través de la literatura. Y le hablé de los libros de Miguel Delibes, en los que se describe la vida de los pueblos y del campo a través de las palabras y los ojos de Daniel el Mochuelo, y del Nini, el niño sabio que acompañaba al Ratero. Al igual que en las historias de Azarías y de Paco el Bajo, que a mí me recordaban a otros inocentes de mi propio pueblo, también arrastrados como alimañas por la sierra cuando cazaban.
Y en las reflexiones y diálogos del señor Cayo, un hombre sabio, que, sin necesidad de escritos ni letras, sabía leer como nadie en la tierra, las plantas y los vientos que
traen las mudanzas de los días y el turno de las estaciones.
El viajero permanecía callado, atento a mis explicaciones sobre mundo rural y el río que recorríamos, mientras ya nos acercábamos al nacimiento, a la cascada de la Toba. Allí escribió en su cuaderno. También lo había hecho durante nuestro recorrido. A veces se paraba, y escribía. Quizás fueran apuntes sobre la vegetación que veíamos, las encinas, las sabinas, los pinos; o sobre el vuelo de las águilas, o el más espantado y rápido de las perdices. O, tal vez, el viajero sólo escribía sobre el agua, los sonidos, los rumores que escuchábamos mientras caminábamos.
Cuando llegamos a la cascada, fue él quien empezó a hablar, a contarme su historia, las razones de aquella excursión, y el argumento de su libro.

Mientras escuchábamos el sonido del agua, el viajero me dijo que estaba convencido de que sus roces, su humedad sonora, tiene poderes relajantes, aumenta el bienestar y amplía las ilusiones de felicidad. Por ello las personas que están cerca de una corriente de agua, de un río, arroyo o fuente, al respirar una mezcla de aire y humedad, sienten bienestar y una sensación de inminente felicidad, como un presagio de bonanza en la vida, que después, ya en terrenos secos, se diluye en la aridez cotidiana de la realidad.
Luego me explicó que los hombres siempre nos hemos sentido atraídos por los sonidos acuáticos, y así lo han reflejado en muchas ocasiones la literatura y la música. Por eso me habló de Siddharta, el personaje de la novela de Herman Hesse, que alcanzó la verdad y la iluminación final que buscaba al oír las aguas de un río, cuando escuchó la infinidad de voces, el canto orquestado de los rumores que emitía su fluir. Después me dijo que en el sonido de las aguas están algunas de las verdades más importantes y trascendentales de los seres humanos. Porque son rumores que forman parte de nuestra memoria celular, y suenan como una plegaria que nos sitúa junto al océano primordial de donde procedemos. Así lo entendió
Johan Strauss, cuando compuso El Danubio Azul; y Ravel, en sus Juegos del agua; o Häendel, en su música acuática.
Por eso fue a Golmayo, me dijo; para escuchar los rumores del río, variados a lo largo de su cauce, cambiantes. Porque quería escribir sobre ellos.
Y después me habló de su novela, y de su protagonista, quien descubrió que, al igual que se modula el aire en un instrumento musical, también se podían modular la intensidad y los caudales de las corrientes de agua, para producir, de esta forma, rumores que humedezcan y remuevan las emociones. Por eso se ofreció para trabajar de jardinero en algunas urbanizaciones próximas a los ríos, y en los parques de las ciudades. Y allí construyó fuentes y regueros que, con sus sonidos húmedos y suaves, atraían a los enamorados y concitaban a los roces de la piel y a la profusión de las caricias. Y otras con chorros rotos contra la piedra, donde les gustaba a los más viejos sentarse a descansar de la vida y a soñar en pretérito con ilusiones que nunca se cumplirían porque al futuro ya lo había devorado el paso de los años. Y fuentes cantarinas junto a las que jugaban a los niños. Y algunas ruidosas en jardines grandes y concurridos, donde sus caños generosos vertían chorros sonoros contra metales y cristales encendidos con luces cambiando al ritmo de músicas y fiestas. Y también algunas pequeñas en jardines íntimos para sentir más intensamente soledades y tristezas.

Aunque al lutier de fuentes lo que más le gustaba era diseñar canalizaciones para enamorar, capaces de reproducir un rumor que excitara y relajara, que calara y humedeciera las entrañas, que mojara la piel y la abriera a los deseos más íntimos.
Después de dedicarse durante muchos años a observar y a oír la variedad de sonidos que produce el agua, y aprovechando su sabiduría de regante, había aprendido a construir conductos, canalizaciones, norias y saltos en los que él mismo modulaba la intensidad y la frecuencia de las corrientes, para escuchar en su rumor los sonidos deseados. De esta forma, diseñó por encargo una hermosa fontana en un jardín privado, un venero hecho de piedras, chorros laberínticos y con un estanque pequeño de nenúfares y aguas verdes. Un invento sonoro de donde salía el agua por tres caños desacompasados y con distintos caudales que después removían un molino y eran levantados por un artilugio similar al de una noria.
Conductos temporalizados para verter sus chorros uno detrás de otro, lanzándolos contra el estanque verde de los nenúfares, mientras, si se escuchaba con atención, se podía percibir cómo sonaban rumores de una humedad sonora que calaban hasta las simas más profundas de la piel y del alma.
También, en su empeño por seguir avanzando en los sonidos y misterios que esconden los rumores de las corrientes, aquel lutier del agua buscó un tramo del río, donde, en su discurrir, emitiera los más delicados y hermosos sonidos. Estuvo buscando durante mucho tiempo, hasta que una tarde sintió el estremecimiento de escuchar, en el fluir de la corriente, los rumores que le evocaban un nombre que le obsesionaba. Por eso convenció a la mujer de sus sueños para que lo acompañara a aquel lugar. Y allí, con sus manos temblorosas, le tapó los ojos, para que se concentrara en los sonidos que emitía el río, y escuchara los sonidos que él le susurraba ahora arrimándose a su cuello, un nombre que tenía inoculado en su
memoria, y en esos momentos oían los dos como una música acuática que les embriagaba y arrastraba hacia la más húmeda y ardiente de las pasiones: Guiomar.
Después de aquel encuentro, nunca más volvieron a estar juntos, pero en su memoria quedó para siempre el recuerdo imborrable de aquella tarde de pasión compartida en un tramo de aquella ribera donde el agua y el bosque adquirían cualidades de paraíso terrenal.
Esa fue historia que el viajero me contó mientras regresábamos, el argumento de la novela que estaba escribiendo.

Cuando llegamos al pueblo, lo invité a mi casa. Y aquella noche, además de la cena, el vino y nuestras inquietudes culturales y literarias sobre el mundo rural, los ríos y sus sonidos, al final, acabamos compartiendo también los besos apasionados de una efímera historia de amor; aunque ya indeleble en la memoria.
No volvimos a vernos. Desde entonces busco en las novedades literarias un libro sobre los sonidos del agua. Y cuando se intuye en los campos el esplendor de la primavera, camino junto al Golmayo, para escuchar sus rumores, ya adentrados en mis geografías íntimas, emocionales.

Autor. Francisco de Paz Tante

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