"La Malvanera", de Nerea López Bosque
El Ayuntamiento de Golmayo ha entregado hace unos días los premios de su primer certamen literario. Nerea López Bosque, de Soria, ha sido la ganadora por su obra "La Malvanera". La puede leer a continuación.
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LA MALVANERA
Dicen, cuentan, no claman, mas siempre murmuran; las taimadas y adustas gentes que con brío se hacen llamar sorianos, que no hay tierra más arraigada en la provincia, que los dominios del municipio de Golmayo. Esta tierra caliza y arenisca, antesala del gran salón, que es la capital; encierra, aunque son muchos los que lo desconocen, uno de los secretos más lúgubres y escalofriantes de la antigua Numancia.
Reparen en mis palabras porque es cierto lo que les digo, no me crean si no quieren, pero entiendan que yo, como creo, escribo. Y sepan, pues es menester, que las leyendas, son sólo los renglones de la historia que no fueron transcritos, las verdades que prefirieron ser ignoradas, el recuerdo de lo que fue, un es que se extingue irreversiblemente en la memoria envejecida, y un será que depende de la tinta que se hiela en esta fría noche de febrero.
Mas algunos, pensarán: ¿por qué ahora? ¿Qué recompensa espera al autor para aventurar palabras tan impertinentes como ineludibles? ¿Es acaso un malogrado intento de alcanzar la fama en pos de unas tierras y gentes que siempre han despertados interés entre los guardianes de la pluma? ¿Conoce dicho impertinente las tierras que tan afanosamente mienta?
Les diré, confiando en que eso acallará su escepticismo, que soy hijo de esta tierra alta y fría que angustiosamente muere. He vuelto porque oí que los sorianos gritaban. Emprendí el camino de vuelta a casa, el único que uno no puede, ni debe olvidar jamás. Cuando llegué, sus voces aún se elevaban junto con sus esperanzas.
Era un eco desgarrado, sobrio, cuya procedencia parecía imposible de precisar, demasiado profundo, ubicuo, etéreo en sí mismo. Agónicamente se extendía, vibraba, pero, tarde o temprano, el silencio lo acallaría.
Busqué sus caras, la impotencia, el enojo. Desistí. No alcancé a ver sus rostros, su verdad; pues todos se disfrazaron con máscaras de compromiso, unidad y tesón para increpar, una vez más, a un poder que nunca les proporcionó nada y que volvía a darles la espalda. Fue entonces cuando recordé que es a mí, y a todos mis conciudadanos y vecinos, huidos y por huir, a los que deben preguntar. Es la verdad que rige la historia que trataré de contarles. Tómenlo como legado o condena, pero Soria solo podrá ser salvada por aquellos que han pertenecido a ella.
El viejo ventilador de la sala común, encendido a toda potencia, anunciaba con un agudo y constante silbido el final de sus días. Pero nada impedía que el aire cálido se estancara hasta casi poder palparse. Un par de asistentas se apuraba para recoger los últimos platos y correr las cortinas, dejando que tan sólo un hilo de luz iluminara la estancia. Mientras, la tele rugía con el volumen al máximo, desde el otro
extremo de la sala, algunos ancianos roncaban ya en sus sillones. Otros se entretenían con algún interesante motivo de la pared que yo no acertaba a identificar. Y otros, los menos, parecían desempeñar un cometido que escapaba a su situación actual pero que, sin duda, debía de haber sido eje y pilar en su preciado pasado. Mi abuelo, precisamente, estaba a punto de regalarme un nuevo retazo del
suyo.
— ¡Cientos de sorianos se congregaron ayer en el paso de la nacional 122 a la altura de Villaciervos para exigir medidas y compromiso al gobierno en funciones! — vociferó la presentadora.
La protesta, que mantuvo la carretera cortada durante más de dos horas, ha sido la forma elegida por los ciudadanos para hacerse oír. Los responsables se muestran orgullosos por el resultado y ya planean una comitiva a la capital para luchar contra la despoblación —prosiguió. En las imágenes gentes de todas las edades se apelotonaban para saludar al tiempo que gritaban y alzaban los brazos.
Según los últimos resultados del INE, la localidad soriana podría desaparecer antes del año 2100 si la situación no revierte — sentenció.
— ¡Hay qué ver! —exclamó mi abuelo. La Malvanera tenía razón. Y está vez, parece que va a ser definitivo.
— ¿La Malvanera? ¿Qué dices abuelo?
—La Malvanera, la profecía de la huésped. El espíritu de la joven que murió en la falda que cae de este lado del pico frentes, chico. Vale, sólo era otra de sus historias de viejo escritor.
—No, abuelo, creo que esa historia, no me la has contado. —contesté abatido y arrastrando las palabras de forma tal que podría haberle hecho enojar. Sin embargo, su semblante sólo se tornó serio.
—Ocurrió de verdad lo que te digo, y tú como soriano deberías saberlo.
—Adelante pues —contesté más animado para enmendar mi desinterés previo. No se hizo mucho de rogar.
—Recuerdo el día de su llegada. —dijo mientras se incorporaba. Después pareció umergirse en su memoria. Debía de serA finales de febrero comienzos de marzo, como muy tarde. Lo sé porque las cigüeñas habían ocupado de nuevo sus nidos sobre el bajo campanario de Nuestra señora de la Asunción. Aunque el invierno estaba lejos de acabarse. Aquel año sí que llevó tiempo que el frío se marchara. Era
un día despejado. Cielo azul y un frío de tres pares de narices. Típica mañana soriana que engaña a esos paletos de fuera. —sentenció con desprecio.
Llegó en un coche. No era tan común ver uno en aquel entonces y mucho menos en un pueblo como Golmayo. Tampoco fuimos muchos los que lo vimos pasar, ¡eh!.
Muchos te dirán que sí lo vieron, pero es mentira. Todos estaban en el campo a esas horas. Así que sólo el practicante y yo pudimos verlo con nuestros propios ojos.
—Pero, ¿qué fue lo que visteis abuelo? — inquirí impaciente.
—Un hombre. —mi cara debió de ser suficientemente explícita e irónica para que el mismo se arrancara a continuar. —Vimos cómo se detenía frente al ayuntamiento. Y
de él, sólo bajaba un hombre, uno sólo. Era fuerte o, al menos, lo había sido. Se adivinaba a la legua un pasado militar, ejército de tierra seguramente.
Los estaban esperando, eso seguro. El Fausto, el padre de la Teresa, la de la casa rural, era el aguacil por aquel entonces. Salió como un rayo a recibirles. Le entregó algo y tan pronto como habían llegado, se marcharon tomando el camino hacia Fuentetoba. Sólo cuando el coche viró en la esquina de la iglesia, pude ver el rostro de aquella joven. Tenía unas facciones corrientes, y el pelo negro, pero nadie hubiera negado que era hermosa, al menos a mí siempre me lo pareció. Es curioso como siempre recordaré su cara. Incluso cuando la encontré. Fría y sin vida desde
hacía semanas. Agradezco recordarla en aquel auto y no en aquella ladera. Tragué saliva. Desconocía que mi abuelo hubiera encontrado a una chica muerta
cuando debía de tener tan sólo un par de años más que yo ahora.
— ¿Qué ocurrió?
Hacía por lo menos un mes que nadie la había visto así que se organizó una partida en el pueblo para buscarla. Casualidades de la vida que fuera mi grupo el que la encontró. De no ser así, yo no sabría más que lo que los periódicos dijeron. Yo no sabría más que la mentira que todos creen. Oye, habría tenido una preocupación
menos, pero, la verdad, al contrario que el cuerpo, no muere y busca un alma.
La versión oficial dictó que la joven salió a caminar por la montaña y que, trágicamente, cayó por un desfiladero. Aseguraban también que debió morir pocas horas después del accidente por la gravedad de las heridas.
—Abuelo, no es la primera vez, que algo así ocurre. Es hasta frecuente, relativamente.
—Lo sé y por eso es fácil no cuestionarlo. Pero yo la encontré y sé lo que vi.
Mira, nunca supe su nombre, ni de dónde procedía. Tampoco encontré a nadie que pudiera decírmelo. Sí, conozco sus iniciales: M.V. Aparecían bordadas en su ropa y fue lo único que marcó su lápida. Pero nada más. Dado que la encontramos cerca de un ribete de malvas silvestres y apenas quedaba una semana para las fiestas de la Valvanera, decidí bautizarla, con la mejor intención, como la Malvanera. Mas la gente siempre la llamó la huésped. Dicen que no era más que una extraña, una extranjera, alguien que erró sus pasos por no conocer esta tierra. Se equivocan.
—Perdonen, pero el horario de visitas ha terminado, les esperamos mañana. — interrumpió una de las enfermeras desde la entrada.
No puede ocultar mi fastidió, y estaba a punto de exponerle la memez que me parecían sus horarios y sus normas cuando el abuelo me agarró muy fuerte del brazo. Tanto que dolió.
—Coge el cuaderno de piel de mi habitación y léelo tú mismo. Es preferible a que yo te lo cuente, créeme.
Asentí sin estar muy seguro y me despedí de él devolviéndole un cómplice apretón. Antes de alejarme pude oírle susurrar una última frase, como si de un juramento se tratara.
—Y las campanas suenan, ella las hace sonar; no para que acudan, sino para que no puedan retornar.
Apenas fue un murmullo, pero su eco pronto sería ensordecedor. Comencé a ascender el sendero hacia la ermita sin que pedruscos, matojos, u ortigas variaran lo más mínimo mi trayectoria. Mas el sinuoso camino se estrechaba a su merced y, de cuando en cuando, dibujaba abruptos perfiles que estuvieron cerca de hacerme caer. En otra ocasión, algún palo contorneado hubiera alarmado a mí subconsciente ante la posible presencia de una víbora, pero aquel día, otro temor, quizá infundado, pero, de cualquier manera, tan vivo, bastaba para mantenerme ocupado. El Golmayo, con poca agua ya en esta época del año, fluía
ligero a mis espaldas. No faltaba tanto para que las lluvias colmaran de nuevo su nacimiento y gentes de todos los lugares vinieran para admirar la gran cascada de la Toba; como tampoco mucho nos separaba de ver tímidos quitameriendas adornando con arrogancia los últimos días de estío.
Desde la posición en la que me encontraba podía ver toda la urbanización extenderse hasta el viejo arco. La carretera, con amplias aceras a sus flancos se bifurcaba segmentando aquel terrero, que no hace tanto eran solo campos y vegetación difusa. El pueblo, más longevo, se extendía a partir de la senda de los castaños, pero quedaba oculto tras un irregular y pequeño promontorio.
Apenas había dejado de oír el murmullo del agua correr, un sonido continuo y fresco, que en invierno me hubiera acompañado casi hasta mi destino, cuando el tañer de las campanas me sobresaltó. Quería reírme de mi cobardía, pero tan sólo acerté a ahogar un ligero graznido. Eran las de San Martín de Tours, en el pueblo, no las del monasterio. Aproveché para detenerme.
—Y las campanas suenan, ella las hace sonar; no para que acudan, sino para que no puedan retornar.
El sudor ceñía la camiseta por toda mi espalda y mi arrítmica respiración no alcanzaba el compás de los estridentes ecos de mi cabeza. Aferre el cuaderno con fuerza. Arriba lo leería. Era absurdo, pero sentía que era allí donde debía hacerlo. Por fin llegué arriba. Oscuras nubes, ancladas en el pico Frentes, amenazaban con cernirse sobre Fuentetoba y un viento agradable mecía las ramas de los árboles con suavidad creando un tenue murmullo. Se avecinaba una tormenta, mas quizá el viento del oeste y el parapeto infranqueable de las montañas lograban, como en tantas ocasiones, preservar la quietud y librar a la tierra del aguacero.
Inquieto, abrí el cuaderno y pasé las páginas con rapidez. Nada. Remiré la cubierta de la portada, mas fue al dorso donde encontré finalmente lo que buscaba. Una fina solapa abría un ligero compartimento entre la piel y la tapa donde una pila de cuartillas permanecía cuidadosamente estuchada.
Las primeras destacaban por estar escritas en un papel ajado y completamente arrugado de escaso grosor. No era la distintiva y excéntrica letra de mi abuelo. Se trataba de una caligrafía poco común, pequeña y algo crispada. Esbozada en tinta negra, con delgados y sinuosos trazos cual finas y pequeñas vénulas que secuestran la sangre que difunde vida a un organismo. Traté de hacer legible aquel viejo pliego.
He pasado el suficiente tiempo aquí para que la tierra que antes daba fruto sea ahora suelo de barbecho. He recorrido tantas sendas, en este, tu hogar, que he hecho camino donde antes sólo había piedras. Incluso he hallado cobijo en el abrigo de estas adustas gentes que presumen de ser frías. Mas supongo que tienes razón.
No soy más que una extraña y nunca perteneceré a este lugar. Pero eso, no me impedirá amarlo y velar por él.
Vine buscando la salud que me faltaba en la pureza de este aire y en la altitud de su llanura. Desconocía que, en esta tierra, que al principio odiaba, encontraría algo más que eso: a mí misma y tu compañía. Aunque no precisamente en ese orden. No. Primero llegaste tú, para aliviar mi desconsuelo y colmar mi soledad. Tan brillante y tan atento. Atractivo. Divertido. Perfecto. Cuantas veces provocaste mi sonrisa,
cuantas otras me hiciste suspirar. Me colmaste de regalos, me enseñaste este lugar, aprendí lo que es el campo y viví lo que es amar.
Mas llegó el frío, a destiempo y sin avisar. No es el invierno lo que heló mi alma, solo bastó tu infidelidad. He llorado, no lo voy a negar. Que ingenua fui al creer que la complicidad perduraría. Maldije tu nombre y toda esta tierra quise denostar. Pero no es justo, de toda aquella mentira, solo ella era verdad. El florecer de los castaños en primavera, el sol cayendo sobre el arco al atardecer, las hojas de chopos y álamos navegando en el Golmayo, el solemne ascenso de las vírgenes, las plegarias y los deseos de los vecinos3 Vidas que se entrelazaron con la mía, y que no voy a olvidar jamás.
La tuya no es una excepción. Pues he intentado olvidar tus palabras y renunciar a tu recuerdo, pero no puedo prescindir de tanto sentimiento. Sonaron las campanas, y retumbarán en la eternidad, pues no cudiste a tú promesa, me dejaste sola en aquel altar. Es más, huiste de esta tierra de la que juraste no marchar. Pues a morir aquí no vuelves; tu anhelo perecerá contigo en algún remoto lugar, pero en Soria tus restos no descansarán. Y cómo tú, todos los embusteros, que prometan regresar, que juren un amor que no profesan y que causen un daño que no podrán enmendar; tendrán el mismo sino, pues con la entrega de mi alma yo cortaré sus hilos.
Me atrevo a aventurar, que, con el tiempo, Soria se apagará. Por aquellos que con buena fe marcharon y por esos otros que yo no permitiré retornar. Pero dará luz pura, brillante, auténtica y sincera como una estrella antes de extinguirse en el firmamento.
Estaba confuso. Tras tratar, en vano, de aminorar el temblor de mi mano que hacía aquellos trazos bailar, volví sobre las líneas. No pudo evitar sorprenderme como algunos versos parecían abarcar todo el pasado, otros semejaban extenderse a lo largo de una estación, mas algunos apenas parecían suponer un instante. En conjunto, construían un perfecto y efímero suspiro, lo que en definitiva, es una vida y
toda una realidad, que parecía incluso poder resucitar.
Pero ¿cuánto de todo aquello era verdad? ¿qué había llevado a mi abuelo a conservar y, por las connotaciones de la situación, parecía que, a ocultar también, el testimonio de aquella joven? Y la duda que más me inquietaba: ¿qué relación guardaba con el presente y el incierto futuro de Soria?
Nunca llegué a tener todas las repuestas, es más, las mismas se convirtieron en brotes que ramificándose parecieron alejarme de cualquier certeza. Más pruebas o indicios no faltaron. Decenas de recortes de periódico y esquelas garabateadas por mi abuelo acompañaban a la siniestra carta.
Todos aquellos nombres guardaban una serie de semejanzas. Habrían pasado inadvertidas para cualquiera, menos para quién busca. Y así, mi abuelo, había trazado un patrón, en tinta roja, que ponía de manifiesto lo que parecían ser algo más que trágicas “coincidencias”. Se trataba de personas de mediana edad, incluso jóvenes, pertenecientes o relativos a Soria que habían fallecido en extrañas circunstancias. Curiosamente aquellos cuya cifra de edad era más baja habían perdido la vida en violentos accidentes de tráfico cuando se dirigían a la provincia, y aquellos cuyo rango era algo mayor, figuraban como estables residentes de otras localidades antes de su defunción.
La última cuartilla pertenecía a una página no demasiado antigua del periódico local.
Pegada al margen reconocí en una pequeña imagen el monasterio de la monjía. El titular rezaba: “Doblan las campanas en Fuentetoba, pero nadie las hace sonar”. Un par de renglones más abajo mi abuelo había subrayado un par de líneas. “Los vecinos llevan años advirtiendo que las campanas de la monjía suenan esporádicamente y a cualquier hora del día” “—Es sólo una campanada nada más, a veces piensas que sólo ha sido tu imaginación— afirma uno de los vecinos. El alcalde expone que debe tratarse de un fallo mecánico, “el badajo debe de estar suelto y en casos de viento oscilará provocando la aislada campanada”
Aquellos, aparentemente, inconexos y singulares fragmentos armaron lo que, sin duda, debía ser la inverosímil pero inequívoca conclusión de mi querido abuelo. Que el rencor de aquella joven, vigente quizá en algo más que ese pliego y su recuerdo, se erigía, ahora, como una venganza.
Guardé con mimo las cuartillas en el cuaderno y eché un breve vistazo a la fachada de la ermita. No vi nada, pero como si así hubiera sido, me despedí de la Malvanera, que a todos los sorianos siempre nos guarda y vigila. La imaginé con su cabello largo y oscuro bajo un velo blanco, observándome desde el cubículo de sombras que se dibujaba en el campanario.
Y como si de un juramento o una súplica se tratara, murmuré: “tensa mi hilo y recuérdame mi promesa; aunque no lo merezca, permíteme poder emprender el camino de vuelta.”
Sonreí y comencé a descender la ladera. Las nubes parecían alejarse y el sol, cayendo en el oeste, parecía teñirlas de un claro y precioso color malva.
Autora: Nerea López Bosque