NI Todo ni Nada. Pero no lo mezcle. No lo parta
Ángel Coronado reflexiona en este artículo de opinión sobre conceptos como lo particular y lo general, donde juega con los extremos pero sin dañarlos.
Hijas de algún Dios
Hábitats hostiles
NI Todo ni Nada. Pero no lo mezcle. No lo parta
A talar el bosque para terminar con los incendios y a sacarnos a tirones los dientes para lo mismo. ¡Fuera con las caries! ¡A la mierda el dolor de muelas!
No hay nada como ser curioso, curioso con lo que no se sabe (porque de lo sabido se olvida la curiosidad, alimento indispensable para el curioso), curioso con lo que no se sabe para ponerse a mirar por el ojo, pero no por el ojo de la cerradura de aquélla puerta, la cerrada con llave, sino por el ojo bien abierto de un laboratorio (microscopio, telescopio, bata blanca y la pipeta). No hay nada para el honestamente curioso como el microscopio, la bata blanca, y la pipeta, nada como el metro para medir y el electrodo. Cuidado con los calambres.
¡Ah! ¡Se me olvidaba! Y un lapicero con que apuntar lo que, curiosamente, se te olvida muchas veces (con esta curiosidad son igualmente curiosos los recuerdos como los olvidos) y nunca se debe olvidar. Esto es todo.
Y ahora lo vuelvo a repetir, pero dicho de otra manera, porque si no acabaremos por no entender lo que intentamos decir a fuerza de quererlo decir de una sola manera. La cosa particularísima que solo por eso es así, particularísima, porque no me vayan ustedes a negar lo particularísimo que resulta ver la pata de una mosca como vemos, por ejemplo, la pata de un elefante cuando paseando por África. La pata de una mosca en el ocular de un microscopio es la pata de un elefante pero llena de pelos y con una uña que ya la querrían para sí todos los tigres de la India. Esto es así gracias al microscopio, vaya gracia, cuando la pata de una mosca nada tiene que ver con esas cosas. La pata de una mosca es inofensiva, inocente, solo sabe hacer cosquillas cuando trota por nuestra piel, y lo sabemos. La pata de un elefante no. Y lo sabemos. Y de los dientes de los tigres nos podemos olvidar. Resumiendo: la cosa particularísima de un lado. Eso no es todo, pero es un todo, justamente un todo al que llamamos mitad. Curioso.
La otra mitad se nos viene a las manos por sí sola. Lo inofensivo nunca ofende, y eso no es una cosa particular sino una grandísima verdad, una verdad universal y al que lo niegue le decimos que se vaya de aquí, que no le necesitamos, no nos hace falta. Lo general, lo universal, los principios generales de todo lo que ustedes quieran o puedan imaginar, nunca es lo que vemos, oímos, olemos, gustamos o tocamos. Ver, oír, oler, gustar y tocar. Siempre algo, ver elgo, tocar algo… Algo concreto. Algo particular. Nunca general. Podrás ver algo muy grande, pero nunca la grandiosidad. Algo muy pequeño arrimándote la lupa, pero nunca la pequeñez
Resumiendo esta otra mitad: lo que se nos viene encima después de lo particularísimo es lo generalísimo, pero no de militar a lo César o Napoleón sino a lo vasto, grande, universal, y así. Lo PARTICULAR. Lo UNIVERSAL, pero ambas cosas a la vez. Nada de una y fin, nada de la otra y otro fin, sino ambas a la vez. Esto es lo difícil. Amigo.
Y para eludir en lo posible esta grandiosa dificultad, intentaré decir todo esto de nuevo, por tercera, desesperada y última vez. Recurro en estos casos a dos instancias extremas y opuestas otra vez. Dicho ya lo de un todo frente a una nada, lo de talar el bosque para dar de lado al incendio, o lo de balancearnos entre lo general y lo particular, recurrimos ahora al sonido y al silencio.
Sea el sonido de un timbre de los de antes. Solían aparecer encima de los teléfonos fijos de pared, y todos eran iguales: dos pequeñas cazoletas de metal puestas del revés, bocabajo y justo encima del teléfono. Y entre ambas una pequeña bolita metálica también. Estando en reposo, como si nada. Nada que añadir a lo dicho. Pero cuando alguien llamaba, esa bolita se ponía de inmediato nerviosa golpeando alguna de las dos cazoletas que, tras un instante sonoro cedía el paso a otro instante, ahora silencioso, al tiempo de repeler la bolita, ya ven, cosas de la electricidad, contra la otra cazoleta y reproduciendo de nuevo el instante sonoro a toda velocidad resultando entonces una cosa maravillosa de oír: un timbrazo que no era sonido ni silencio sino una cosa que tampoco era intermedia y al que se dio en poner el nombre, ya digo, de timbrazo. Trasformadas las cazoletas en campanillas gracias a la bolita que fue, porque a su vez la bolita mutó en badajo, y un sonoro timbrazo nos hacía correr hacia el teléfono de pared. Todo eso acerca del sonido jugando con el silencio como buenos amigos, dándose de puñetazos pero sin sangre, dándose para el pelo, pero sin quedarse calvos
Y ahora el silencio, que también lo sabe hacer. A veces juega con el sonido sin hacer con ello ruido Solo hay que mirar. Ver mirando. Nunca deje usted a la retina sola. El ciego no verá, pero vaya si mira. Mire usted, afortunado vidente, ese primer plano de un rostro barrido lentamente por la cámara de un cineasta que sepa barrer con esa escoba (Bergman lo supo hacer) a la que muta en cámara. Barrer un rostro en silencio. La escoba, la vista la cámara. La mirada que no ve porque solo mira. La boca cerrada que permite un rumor.
Dicen las malas lenguas que lo mejor de la escena no es un rostro sino esa nota grave y lejana, unos dicen que un do, otros que un re, pocos que un fa. No recordamos nota ninguna. Sólo un silencio clamoroso, como un calambre, como un timbrazo. Un susto clamorosamente silencioso.
Bueno, nosotros creemos que se puede jugar con los extremos sin dañarlos ni mezclarlos ni cortar a cada uno por la mitad. Somos enemigos del todo. Tan enemigos como de la nada. Solo eso, hay que jugar con todo. Y con nada. Solo intentamos decir lo mismo que nos ha parecido que quiere decir el artículo titulado Los/las excluidores/as inclusivos/as publicado el día 12 de los corrientes en este medio y firmado por Saturio Hernández, pero de otra forma que nos parece mejor, no por nada sino por ser la nuestra.
Fdo. Ángel Coronado