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TRIBUNA / El beso

Ángel Coronado reflexiona sobre el significado del beso, del que la historia y el arte están llenos, y de su interpretación por los jueces.

TRIBUNA / El beso

No va de moral sino de Historia, por más que la Historia nunca pueda ser inocente al cien por cien. Siempre lleva trazas de otras cosas, impurezas, restos de nueces y almendras, algún pelo y así. Nosotros tampoco, nosotros también, y Santo Tomás, Lucifer, y el Arcángel San Gabriel. Por otra parte la Historia está llena de besos y abrazos. Y además, cuando la Historia se olvida de alguno (que siempre se olvida ese), va el pintor, el Prado, el MOMA, el Louvre, en Lisboa el de las Janelas Verdes, que cualquiera me da igual, clásico que moderno (¿qué me dicen del “beso” de Klimt? Colección particular.), y se marca un cuadro que te marca quieras o no (no ves la forma de olvidarte de alguno, que cada cual tiene el suyo. A repasar todo Goya. Los caprichos de uno en uno.)

Sería preciso encerrarlos a todos en una jaula (a los besos, a todos, que no a los caprichos pero no por nada sino porque no). Y esperar para ver (oír) si acaso, como canarios, cantan. Cosa curiosa. Ni el canario ni el beso saben volar en libertad, y si los sueltas, se mueren. Necesitan la jaula para cantar. Nadie sabe nada de la clase de jaula que necesita un canario para cantar mejor, pero lo cierto es que unos cantan mejor que otros. Nos gustaría encerrar a un canario en diferentes jaulas, eso de un lado, y luego a varios canarios, siempre uno a uno, siempre también en la misma jaula. No sabemos de nadie que lo haya hecho, ni lo queremos hacer. El mejor canario es el de mi jaula y la jaula mejor la de mi canario.  Y además. el agua mejor: la de la fuente, la de mi pueblo.

Se me antoja pensar al beso como al canario, o al canario como al beso. Otro antojo, que por antojos no quede. Se me antoja pensar la jaula como la ley.

¿La jaula como la ley?, pregunta uno.

Sí, la jaula como la ley. La ley es como una jaula. Nunca como un zulo. Y aunque a veces lo fuere, siempre deja correr el aire, aunque nunca para las alas de ningún canario ni nunca para cualquier beso. Eso fue lo que dijo otro. Y otro antojo: que se olvide si puede del árbitro, del que viste de negro y pita gol, que nunca beso. Y otro que nunca beso, que no se olvide la instalación.

¿Qué instalación? ¿De qué me habla?

De la cámara. Espacio videovigilado. Repase usted el espacio. Y lo que diga la cámara, lo que diga la imagen, eso es la jaula, eso es la ley. Se podrán decir muchas cosas y muchos labios podrán hablar. Pero hay imágenes más elocuentes que cualquier palabra. Repáselas usted. Y si le sobra tiempo, vuélvalas a repasar. Y si entre uno y otro repaso le sobra todavía tiempo, no lo pierda sin acordarse del Prado, de Goya, de sus caprichos. Repase también su Colección particular de besos, digo de cuadros.

¿De alguno en particular?

No. Escoja usted el que quiera, pero no deje de volver, por tercera vez, al espacio, al espacio videovigilado, a sus imágenes. Sobre todo a la del saltito entrepiernas y a la de doble mano, guardameta infalible, la cabeza es un balón y el beso solo un piquito. ¡Qué dominio! ¡Qué paradón! Que alegría. Qué tristeza. Solo en momentos así, cada uno y cada una, diga lo que diga y haga lo que haga con su boca, oiga lo que dice, lo que dice un solo altavoz que videovigila, que no se oye pero se ve. Y luego que juzgue. Es inevitable. Algo huele mal en Dinamarca.

¡Ah! Se me olvidaba, que juzgue por partida doble si acaso fuese letrado. Y siéndolo, no se olvide tampoco de otra cosa importante. Importantísima. Se trata de un segundo plato para todo juez o letrado: la presunción de inocencia. Se me antoja como jaula. La presunción de inocencia como ley, segundo plato para todo letrado, segundo plato para todo juez junto a las puñetas, la toga pontifical y el martillo. Y sobre todos nosotros, señoras y señores, mayores y pequeñitos, carpinteros, emperadores, habitantes del campo y de la ciudad, de corte y aldea, del polo norte, del sur o del ecuador, sobre todos nosotros, incluso letrados, jueces, diputados y senadores, ese tufillo, ese mal olor que sale, como el humo de una chimenea, de Dinamarca.

Y un pedestal para todo juez o perito en leyes, un pedestal, porque arrebolados de olores como Hamlet, príncipe de Dinamarca, han de hacer de tripas corazón y, según creo, aunque lo diga con reservas (tengan ustedes en cuenta que no soy perito en leyes), les debe pasar algo parecido al que, sin tiempo para quitarse de mal olor, ha de recurrir al tomillo, lavanda, madreselva o albaca. Por mi parte, y en ocasiones así, me pongo tapones en la nariz. Las flores de la lavanda, suaves y del tamaño justo a la medida de los agujeritos nasales, son inapreciables, esto es, no tienen precio de tanto como se aprecian siendo tan baratos. De no tenerlos a mano, vale taparse la nariz y respirar por la boca. Lo digo porque hay quienes dicen que ya vale, ya está bien, que ya vale con defender públicamente a tipos como Jack el destripador o Al Capone.

No se ponga usted tan grave, señor.

Tiene usted razón. Que la cabeza es como un balón y el beso solo un piquito. ¡Qué paradón! ¡Qué saltito! Y además repetimos: esto no va de moral sino de Historia, por más que la Historia nunca pueda ser inocente al cien por cien. Trazas de nueces y de almendras, pelillos de nada, pelillos a la mar.

¿Y el beso de Judas?

Eso es otra cosa. Eso es otro beso.

Fdo. Ángel Coronado

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