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TRIBUNA / El sainete del Cerro

Ángel Coronado ironiza en torno al expediente urbanístico del Cerro de los Moros y el silencio del Ayuntamiento de Soria y para ello recurre a la imaginación y nos traslada a un episodio de la época de Nerón.

TRIBUNA / El sainete del Cerro

Primer acto: ¿Era gordo Nerón?

Es difícil. Una clase numerosa de alumnos ávidos de saber y sin profesor, es difícil de imaginar. Pero le pido, lector, que haga usted un esfuerzo mayor aún imaginando esa clase sin profesor pero a la vez, en el recreo, ya en el patio, con él. Jugando al corro con ellos, a corretear o con el balón. Pero solo en el recreo. Lo que le estaba diciendo: que se imagine, por favor, a ese profesor justo en el momento de recoger la pelota y entrar en clase, después de haberse hecho solo el silencio, es decir, de haberse fabricado el silencio por él mismo, sin duda apoyado por la respetuosa actitud de la chiquillería y por la cara de piedra del profesor que, justo al cerrar la puerta de la clase por dentro, abandonaba las sonrisas por la dureza de la piedra o el cemento durante un rato largo que parecía eterno a no ser por una voz, la voz algo temblorosa de un niño ávido de matemáticas preguntando que si siete por siete son cuarenta y nueve o cincuenta. Imagíneselo. Roto el silencio con eso. Congelado de nuevo en el profesor.

Imagínese la infatigable dureza del granito, pero no de un granito en la cara del profesor sino en el granito de su cara. De gneis diría mejor, para no confundir la delicadeza de un granito en la cara con la dureza de una cara de granito. Y eso es lo que deseaba pedirle, lector, que se imaginase eso.

Pues no me lo puedo imaginar.

Bueno, lo esperaba, porque yo tampoco me lo imagino, y de ahí todas las dificultades por las que me veo pasando para seguir. Y sigo.

Otro chiquillo deseoso de saber historia preguntaba si era verdad lo de Nerón, que si quemó Roma para ponerse a cantar, que si ponía el dedo gordo para abajo para matar a los gladiadores… ¿Era gordo Nerón?

Y nada. Como revoltosas mariposas las preguntas infantiles revoloteaban. Y nada de nada. Y así un día detrás de otro, una semana, un mes y un curso tras otro. Así pasaron varios cursos según venía diciendo, aunque ustedes no se lo puedan imaginar. ¿Era gordo Nerón?

La pregunta y su silencio, como cabeza del cometa y su cola, se hicieron virales al tiempo. Ante cualquier circunstancia o bajo cualquier pretexto, la frase renacía retroalimentada y a más, seguida de su silencio. Y de la clase pasó a la Dirección del colegio y luego a la ciudad y a su foro y a su parlamento. ¿Era gordo Nerón?, se preguntaban los vecinos por doquier. Y nadie respondía. Solo en fiestas renacían los juegos y los parloteos entre jóvenes y viejos, niños, niñas, profesoras y profesores (carezco de criterio con respecto a eso del lenguaje inclusivo o exclusivo, porque, señores, todos sabemos que el lenguaje cambia pero nadie sabe cuándo), parlamentarios/as todos/as parlamentando entre risas, juegos y abrazos.

Y a tal punto llegó esta situación, esta divina comedia, que un coro de ancianos, parecido en todo al ya conocido de las tragedia griega hubo de intervenir. Y vuelvo a pedirle, amable lector, que si puede se imagine lo que a partir de aquél momento vino a suceder y sucedió.

Todo en el coro eran máscaras, pero no de Gneis. Muecas ya de risa, ya de llanto, pícaras, de belleza o fealdad indescriptibles. Sabias todas, eso sí. Y el coro ese convino en que ya está bien. Hay que actuar.


Segundo acto. El coro de los ancianos


El más anciano de todos, un hombre viejísimo, toma por su cuenta la palabra y dice que larga vida den los dioses a todos los hombres y sobre todo a los niños con ansias de saber, pero el saber no se ciñe tan solo a la historia, y en ese sentido, la cuestión de si Nerón o Napoleón estaban rellenitos carece de importancia.

Tampoco la tiene la ciencia matemática entera, porque de por sí, ella misma se cuida, que siete por siete son cuarenta y nueve, cuarenta y nueve también en la era de los dinosaurios aunque por entonces nadie preguntase o se preguntase por ello, y lo será también allá para cuando esos dioses a los que antes mencionaba lo quieran o lo dicten o a ellos mismos se les imponga.

El segundo anciano en edad torcía el gesto, pero no, era la máscara. Otro anciano, es decir, su máscara, asentía con entusiasmo para cuando el primero vino a continuar diciendo que lo malo era otra cosa, pero la máscara entusiasmada seguía terca en su entusiasmo para cuando el primer anciano le daba un giro a sus palabras, que dicho sea de paso, ese giro era de sus palabras, porque todo, en su máscara, ya lo saben ustedes. Había olvidado decir que la máscara del anciano ese más anciano, el más anciano de todos, el primero, era seria, impasible, no lo voy a repetir, pero era como de granito, o mejor, como de gneis.

Acto tercero. El último


Ya en el gallinero del foro en el que se aposentaban los ancianos, uno, que se había despojado de su máscara pero en vano, porque debajo de la primera, milagroso, aparecía otra diferente pero igual en tamaño, y así hasta unas cuantas, cansado de tantas máscaras, extenuado, se queda colgado en una, como se quedan las máquinas de los salones de juego en las que una bolita de acero se deja pegar de un lado y de otro hasta que, si aciertas en los manotazos, la máquina te arrima un premio. Y dice con voz potente.
¡¡¡De lo del Cerro de los Moros ya veremos!!!.


El sainete se acaba entre un estruendo. El producido por la cascada de monedas de la maquinita. Es extraño, milagroso, producen ese ruido cantarín de las monedas, pero son monedas virtuales y al tiempo ruidosas. Dicen de los coches eléctricos ser peligrosos. Para los ciegos. Dicen que por eso les van a implementar un ruido de combustión virtual en contaminación efectiva, pero real en decibelios. Para los que todavía vemos, la cosa parece que no cambia. Parece.

Fdo: Ángel Coronado

 

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