Restos de frutos secos
Ángel Coronado reflexiona en este artículo de opinión sobre la facultad de los seres humanos de ser portadores de memoria y recuerdos. Al abrigo de las costumbres el tiempo se detiene, y el habla , muta con suavidad en ruido.
El futuro en juego; todos somos responsables
La decencia

Restos de frutos secos
Sin temor a equivocarnos mucho, vamos a decirlo: somos, en tanto que seres humanos, contenedores. Y como tales, siempre llevamos dentro cosas. Y entre ellas frutos, y entre los frutos restos de frutos secos.
Al hilo de un cuento de Borges, “Funes el memorioso” (fastuoso contenedor de incontables recuerdos), Borges nos cuenta de Funes, contenedor de recuerdos y de restos de frutos secos que vienen a confirmarnos eso. Somos contenedores. El borrachín es un excelente contenedor de vino, y al aventurero se le vierten aventuras encima, y aparte, de las cuatro ruedas que siempre acompañan a sus manos y a sus pies.
Pero asomados al diccionario advertimos que un contenedor no es sino una especie de vertedero, lugar destinado a contener basuras el tiempo que tarda en llenarse. Luego, y sin más, al basurero. Si Borges me tirase de las orejas lo haría con muchísima razón, porque los recuerdos, la memoria, aún recordando mierda, son, en tanto que recuerdos, más hermosos que una luna llena. Funes no era, pues, un contenedor. Borges, perdona.
Funes podría recordar restos y basuras, incluso restos secos o putrefactos de frutas y frutos o de caldos fecales, basuras junto a exquisiteces y dulzuras innumerables. Una memoria prodigiosa. Funes era un continente, y sin temor a equivocarnos mucho, vamos a decirlo: somos, en tanto que seres humanos (como Funes), continentes. Aún más capaces que Funes, aunque no tan memoriosos. Pobre Funes. Lean a Borges.
A los animales les pasa igual. Son también contenedores. Dicen de los búfalos salvajes africanos tener, como Funes, una memoria prodigiosa. Recuerdan al safari cazador del año pasado. Erró el tiro, pero el búfalo cafre se la guarda. Y el safari, cazador blanco, vuelve al año siguiente, pero a otras regiones de África, a cazar elefantes, por ejemplo....Y no hay mascota que muerda mascotero. No habría mascotas entonces. Los animales son, pues, como humanos, continentes. En efecto lo son, sin perjuicio de lo que sigue.
Las bestias carecen de habla. Podrán mugir, balar, rebuznar, cantar trinos ruiseñores o risas de hiena, pero palabras, lo que se dice palabras, ninguna. Unos antiguos conocidos nuestros que vivían en Valencia, tuvieron a bien acogerme un día en su casa. El tiempo, poco a poco, ha ido borrando todo rastro de recuerdos de aquél día. Todos excepto uno. Mascoteros, tenían un periquito. Aquél periquito, columpiándose como todos los periquitos hacen en su jaula, dice de pronto: “Ave María Purísima”. Y en lugar de haber seguido con la limpieza original de María, repetía como un periquito lo mismo ininterrumpidamente. A partir de entonces comprendimos la diferencia entre “lengua” y “habla. Aquél pájaro tenía lengua, pero no hablaba. O si ustedes lo prefieren, hablaba pero sin decir nada, emitía ruido, puro significante, significado nulo.
Tanto rodeo para llegar aquí, al punto de partida. Los animales, como los humanos, son continentes. Lo único que sabemos que, si bien podemos hacer (y hacemos) algunas cosas idénticamente igual a como las hacen los animales, éstos se nos quedan atrás, y no vamos a decir en qué, porque para saberlo solo hace falta darle la vuelta del revés (como si se tratase de un calcetín) a todo lo dicho hasta llegar aquí. Ave María Purísima, e inmediatamente rematamos el caso sin pensar que, al final del Santo Rosario, después de la cena y al cole mañana temprano por la mañana (como periquitos recién ingresados al mundo de los periquitos), el habla muta en nosotros con suavidad hacie el ruido. Tanto rodeo para llegar aquí. Bienvenidos.
No lo cojo.
Es natural. Tenga usted en cuenta que las costumbres no se dejan coger. No intente cogerlas. Ellas lo saben y, como las liebres, duermen en vigilia y vigilan mientras duermen. Y cuando sin querer las pisas, saltan y corren como liebres. Para eso están los galgos. Al abrigo de las costumbres el Tiempo se detiene, y el habla (esa cosa tan nuestra…, somos habla), muta con suavidad en ruido.
Lo cojo.
Pues no lo suelte, pero escuche. Después de los millones de años de viaje hasta llegar aquí, al habla, ésta, el habla decimos, sensible ante cualquier machacona repetición, muta con suavidad en ruido. Lo coja o no, pasa eso. Basta un cuarto de hora, media todo lo más, ¡Ave María Purísima!, y muta usted en periquito.
Asombroso.
Eso, sin sombras. Y gracias a esa purísima luz sin restos de sombras ni de frutos secos, siga escuchando. No me cuente usted el tiempo, pero tampoco salte más allá de la Historia y bajo ningún concepto escape de las hachas de piedra y otros restos de rocas secas, pero a lo largo de un tiempo así, el periquito de turno muta. Ave María Purísima. Vale, pero también el que muta muta, “mutatis mutandi” según el dicho académico, y entre nosotros diremos que si mutas, volverás a mutar. En lugar de periquitos, a saber en lo que mutas. O clonas en otro ser igual. Otro periquito que te mete miedo, que te cuenta chistes, que blasfema o incluso insulta.
Asombroso. Asombroso.
Eso decimos nosotros. Y aún osamos decir más. Mutatis mutandi. Sucedidas en cadena, las mutaciones son como ese muñeco que de traspiés en traspiés queda al final de pie. En lugar de periquito resulta un señor que te mete miedo, que te cuenta chistes, que blasfema. Otro insulta, no sabe sino insultar. Y lo hace por escrito. Qué sagaz. El mejor altavoz. Pero se ha detenido el tiempo. ¡No puede dejar de insultar! Y sin embargo (las manillas de su reloj) se mueven mientras la esfera lo hace al revés. Todo en él se mueve sin moverse. ¡No puede! ¡No puede dejar de insultar!
Ave María Purísima. Como el Titanic, desciende lento hacia el fondo del mar mientras la orquesta de a bordo no cesa de tocar. En superficie, ya en Soria, el péndulo del reloj de la Audiencia ha comenzado de nuevo a oscilar, tic, tac, tic, tac, tan simpático como siempre.
Fdo: Ángel Coronado