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Opinión

Ojo al amo. Ojo al esclavo

Ángel Coronado reflexiona en este artículo de opinión sobre el ser humano y su conciencia y esa situación cotidiana que nos descubre que todos llevamos dentro un amo y un esclavo.

Ojo al amo. Ojo al esclavo

A vueltas, otra vez (y no será la última), con el mantra. He aquí la mejor y la peor, ambas al tiempo, definiciones ambas de algo a lo que ambigua, aunque inequívocamente, llamamos “yo”, “mi” “me” (genéricamente podríamos decir “mantra”), y según la cual o las cuales no podemos saber con seguridad si diciendo que yo, concretamente yo, al margen de cualquier ambigüedad, diciendo que soy Pepe, me refiero a que yo soy yo o, por el contrario, que soy unas letras en cierto orden, porque si digo que soy Papa en lugar de Pepe y acentúo la última “a”, va mi padre y me pega una hostia. No en vano la historia nos dice que tan solo un Dios ha dicho con razón eso de que “Yo soy el que soy” mientras que el resto de la humanidad nos tenemos que conformar diciendo que somos Pepes y Juanes. A lo sumo, y no yéndose por las ramas de rositas, si te atreves a decir eso de que un vaso es un vaso y un plato es un plato (según dijese un día el inefable M. Rajoy), no te vas a ir por las ramas de rositas sin que alguien te llame imbécil.

Yo no soy Pepe, pero si me valgo según esa gran verdad, me meto sin quererlo en un lío. Y como detestamos los líos, opto por decir que prefiero elegirlos a mi medida, esto es, líos que de alguna forma dejan de serlo porque se dejan entender. Imaginamos que en lugar de uno, fuésemos dos. Imaginamos como si en lugar de uno fuésemos, por lo menos, dos, esto es, un amo y un esclavo al tiempo, sentados a la misma mesa queremos decir, pero uno en una silla y el otro en otra, siendo capaces ambos de conversar y convenir, sin llegar nunca a las manos (llegaríamos entonces a ponernos morado un ojo), que de llegar, todo quedaría entre nosotros, en extraña autolesión pero nunca en contra de otro. Quién, ahora y aquí, toca ser siervo y quién amo, esa es otra cosa. Quién, ahora y aquí, repito, que luego será otra cosa y que mañana será otro día. Y a mí que no me vengan (o a nosotros que no nos vengan) con eso de enviar a no sé dónde un embajador. Cojo y le digo al esclavo que tengo dentro de mí que se vaya (o en su caso, y tocando entonces ser esclavo, obedeciendo me voy). En su ausencia me quedo solo, como si en la butaca del patio de butacas de un teatro, y frente a un escenario que fuese el  mundo, pudiese observar a mi doble evolucionando como un actor entre otros actores, a su vez réplicas de otros tantos seres que, en silencio, a oscuras y sin posible comunicación, presenciasen la misma escena impasibles, silenciosos, en extrema y sideral soledad aun estando codo con codo, butaca con butaca, cada uno en su localidad y con su ticket de taquilla en el bolso y sentados cada uno en su butaca, pero eso, en silencio, plena oscuridad y monacal aislamiento. Cada butaca de ese teatro universal vendría a ser como la celda de un cartujo, cartuja, colegio, guardería u hospital, en oración dentro de un continente repleto de seres a reventar. Orando a lo más, uno a uno, uno por uno, en estricta e irremediable soledad. En silencio u orando, da igual. A veces, a ese solitario llamamos “Pepito Grillo.

Es curioso. Lo esencial de un ser humano resulta ser un insecto, un grillo al que llamamos así: Pepito, Pepito Grillo. El Pinocho edulcorado y echado a perder de Disney resta importancia o simplemente ignora el gesto del madero que todavía es el muñeco esculpido por Gepetto. En efecto, madero aún, todavía incipiente su proceso de transformación en humano, Pinocho no soporta la voz de una conciencia que intenta alojarse allí. Y cogiendo un ladrillo aplasta al grillo contra la pared por la que, despavorido, intentaba huir. De haberlo hecho más tarde, ya culminado el proceso de su humanización y acabado el cuento, se habría quedado así, en silencio u orando, da igual, esclavo químicamente puro, obedeciendo siempre jamás y no más a un amo inexistente dentro de sí. Aún llamándose Adolfo. Aún llamándose Hitler.

Ante una guerra global pensamos, muchos, muchísimos pensamos en la guerra medieval, en la que un revoltoso, en armas contra otro, allá, a lo lejos, aquélla polvareda, ¿no la ves?, dejaban pataleando unos cuantos caballos y doce o catorce muertos. O también nos gustaría coger al valiente aquél de la capa azul y al otro, al del yelmo y el penacho rojo, para meterlos entre las cuatro cuerdas de un ring. Pues ahora pensamos que no. Ponte de acuerdo contigo mismo, y en caso de sangre, al hospital primero y, con camisa de fuerza en lugar de armadura, al diván del hospital de Cienpozuelos. Y mucho mejor aún: imaginamos que en lugar de uno, fuésemos dos. Cojo y le ordeno (ahora soy el amo) y le digo al esclavo que llevo dentro (le toca la esclavitud) que se vaya y me deje y si quiere rezar que rece.  

¿El Padre Nuestro? ¿El Ave María?

Sí. No. Pero al escenario. En el gran teatro del mundo. Al teatro de la representación. Corro a la wiki, a la “M” buscando “Mantra”. Y cito (dadas las numerosas y largas acepciones que se ofrecen escojo una, la que responde a un punto de vista puramente psicológico o mental. No obstante les invito a que sigan buceando en las numerosas acepciones de la palabra. Aventuro a decir que en algún momento de su investigación llegarían a tropezar con la voz “Eleusis” o la expresión “Misterios Eleusinos”. A nosotros nos ha ocurrido llegar por allí hasta Grecia y hasta Roma). Y cito:

“En la psicología, el término «mantra» se utiliza como figura retórica que se repite para reforzar un pensamiento, reafirmando su significado con las repeticiones.”

¿El Padre Nuestro? ¿El Ave María?

No. Sí. Rece si quiere. Pero en el gran teatro del mundo, el teatro de la representación. Ponte de acuerdo contigo mismo, amo y esclavo. Y a vueltas, otra vez, y no será la última, con el mantra. Coje y dile al esclavo que se vaya y si quiere rezar que rece. Que se vaya al gran teatro del mundo. Al teatro de la representación.

Me fascina, nos fascina al amo y al esclavo que todos llevamos dentro y que llevo dentro también, el escuchar esas sabias palabras que nos hablan, escuchen ustedes, de la “banalidad del mal”. Y Hanna Arendt asiste al juicio sumarísimo que se celebra en Jerusalén habiendo sentado previamente en el banquillo al carnicero de Auswitch, Eichmann, Adolf Eichmann, verdugo de miles y miles de judíos asesinados por los nazis en las cámaras de gas. Y Hanna Arendt resume tal acontecimiento con esas tres sabias palabras: la “banalidad del mal” Al punto, y a bote pronto, se me ocurre pensar también en la “banalidad del bien”-

Eichmann no desmiente haber manipulado la espita del gas letal en aquéllas enormes salas abarrotadas de seres humanos de toda condición (sexo, nacionalidad, edad, etc., etc.) pero en algo iguales: todos judíos. Todos respirando ese gas. Seres humanos respirando. De todos (ahora de palestinos, yemeníes, sudaneses del sur, ucranianos, etc., y etc., cabría decir igual, incluso acerca de usted mismo y de un servidor y de cualquier ser humano igual), con ese amo y esclavo latiendo en el interior de unas vísceras también.

Eichmann no desmiente haber manipulado con extrema minuciosidad el ordenado ingreso en aquéllas enormes salas de seres y más seres humanos en fila uno por uno, ni de haber inyectado en ellas el gas letal. Y ante las preguntas inevitables sobre tamaña declaración, Eichmann no pestañea. Incluso afirma que de repetirse la misma situación volvería a hacer lo mismo, nos dicen las crónicas del suceso. Todo era sencillo de cumplir. Y hacerlo tan solo su obligación, estrictamente su obligación. El pan que comía en su casa solo podía responder a eso: el cumplir con esa obligación. Eichmann eliminaba también de un plumazo, de una buena y abundante bocanada de gas letal si se quiere, a ese amo que junto al esclavo habitaron hasta entonces en él, justamente como hacía diariamente con cientos y miles y miles de judíos. Y a partir de entonces solo pudo llevar dentro, aparte vísceras sanguinolentas, un perfecto y químicamente puro esclavo sin otra misión que la de serlo, atento a la voz de su amo. Atento a la orden superior. Voluntad del Führer. Eichmann fue condenado a muerte y ejecutado. Hanna Arendt nos habló entonces de la “banalidad del mal”.

Como cualquier ser humano, y Adolf Eichmann también hasta el momento en el que tomase su decisión, todos llevamos dentro un amo y un esclavo. Olvidar esto, tan solo esto y esencialmente esto, desencadenó una sentencia de muerte, una ejecución y unas sabias palabras de Hanna Arendt a las que con toda la modestia del mundo añadimos otras. A Eichmann se ejecutó, a Hanna Arendt le vino el pensamiento y la voluntad de hablarnos acerca de la “banalidad del mal” y a nosotros, añadiendo más modestia si cabe, nos viene el pensamiento y la voluntad de poder hablar algún día sobre una supuesta “banalidad del bien” y, puestos a ello, y además con el permiso de ustedes, nos viene también la voluntad de poder decir algo que, pareciéndonos oportuno, pudiese afectar a toda clase de moral, de ética y, si me apuran, de estética también. Olvidar el hecho de que todos llevamos dentro un amo y un esclavo en la forma y manera que acabamos de exponer, toca de alguna manera, y gravemente, cualquier otra cuestión que, como seres humanos que somos, nos pueda concernir.

Ocurre que, tan solo para contarles un chiste, y hablando con rigor (sin rigor se puede decir cualquier cosa y hasta los chistes demandan rigor), habría que largar toda esta monserga. No queda otra, pues. Es preciso hablar, y a veces de un chiste, con muchísima seriedad (acordémonos de Eugenio, acordémonos de Tamarit). Lo único es que siendo así, no cabe quejarse. No nos quejemos, pues. Estamos dispuestos, esclavo y amo que somos o soy, a responder sin quejarme o quejarnos y a pedirle o pedirles que, fuere quien fuese dado el caso, entre ustedes o usted, lectores o lector, que respondiesen igual. ¡Feliz año!

Fdo: Ángel Coronado

 

 

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