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Opinión

El Ayuntamiento aplaude

Ángel Coronado ironiza en este artículo de opinión sobre que el Ayuntamiento de Soria se aplauda por el resultado de la humanización de las travesías, cuando una buena parte de los vecinos apuntan más de una deficiencia y molestías.

El Ayuntamiento aplaude

Lo normal es aplaudir a otro. Si el ayuntamiento aplaude lo normal es que aplauda a otro. Y si el ayuntamiento aplaude las travesías, lo normal es que aplauda las travesías otras. Mal pensado sería quien pensase que el ayuntamiento de Soria aplaudiese sus propias travesías, aunque no tan malo si pensase que el ayuntamiento de Soria suele aplaudir sus travesuras, sin perjuicio de que así, lo de malo o menos malo pierde importancia en favor de la diferencia entre travesura y travesía.

Una travesura, en efecto, es algo que atraviesa otra cosa, es algo que atraviesa una cierta frontera, una frontera infantil (antes que tonta), cosas de chiquitines, travesuras. Pero una travesía es algo siempre serio, siempre grave. Ambas voces tienen en común su raíz, pero son diametralmente opuestas en eso. La primera infantil y hasta graciosa. La segunda madura y hasta grave. En su origen, iguales, pero luego se produce una especie de escisión, como si se tratase de una “Y” griega, o como si un niño (o un señor), haciendo el pino, separase las piernas en el gimnasio.

O también, dice uno de los oyentes asistentes al pleno de los aplausos, también puede ocurrir que, dado que nunca hubo ni habrá ningún Ayuntamiento simple sino compuesto de alcalde, secretario, concejales adictos, concejales de oposición o no adictos, empleados, etc, etc, etc, unos aplaudan a otros, y otros no. Esto es perfectamente posible, con lo que la cuestión planteada en un principio es capciosa o apresurada, irreflexiva o qué se yo. En una palabra, incompleta, errada.

Sobrevino entonces un tumulto sobre cuyos detalles rehusamos hacer comentarios, cuando menos, descripción. El tumulto era indescriptible. Unos chillaban, otros aplaudían, otros, infantiles y hasta graciosos se hurgaban en la nariz con un dedo, otros no, ya maduros incluso viejos, ensimismados, emulaban la postura de la conocida escultura de Rodín “El Pensador”. Mientras la oposición callaba. Luego, aparte (en los plenos de ayuntamiento la entrada, hasta colmar el aforo, es libre), estaba la masa de público en general. El pleno era de una esplendorosa plenitud.

En esto, el alcalde se levanta e interviene. Al margen del hecho en sí de su intervención, al margen de su contenido y al margen de cualquier otra posible consideración, el alcalde vino a romper aquélla esplendorosa plenitud que de inmediato se recompuso. Absolutamente todo el mundo  quedó sumido en un silencio absoluto. Del otro, Carlitos largando.

Carlitos largando, y al cabo de muy poco tiempo, Carlitos que lo capta todo, absolutamente todo lo ajeno a Carlitos largando, que, tan captado quedó por Carlitos captándolo todo, que ya no hubo otra cosa que Carlitos largando. Todo el mundo quedó reducido a la nada. En condiciones normales de silencio absoluto es normal alguna tos o estornudo y el móvil, a veces, pues también, pero entonces ni siquiera cuando Carlitos largando paró de largar, fueron pocos pero al menos veinte o treinta segundos en los que ni toses ni estornudos ni móviles rompieron nada porque no tenían nada que romper. Carlitos, incluso, había desaparecido, no físicamente porque Carlitos seguía en pie. Fueron veinte o treinta segundos embarazosos que a todos se nos hicieron eternos. Cuando algo es esperado en pleno y ese algo no llega, como que nos falta incluso el aire para respirar. Hasta el aire de la sala de los plenos desapareció sin que nadie, por otra parte, diese muestras de ahogo ni desahogo ninguno.

Cuando Carlitos reapareció, entonces sí.

Entonces qué.

Entonces fué cuando Carlitos arrancó en aplausos hacia sí mismo. En mala hora permanecimos clavados allí. Algo sobrenatural nos retuvo. Entre los dones que adornan a Carlitos no está la de ser bailarín, pero en virtud de esa cosa sobrenatural, a nosotros nos dio el pego. Según estaba, en pie y en alto los brazos, una cascada de aplausos cayó sobre él como si de Rafael Amargo se tratase (dice la Wiki del famoso bailarín que su estilo bebía de grandes dramaturgos: Manuel de Falla o Federico García Lorca), así de magistralmente castañeaba castañuelas Carlitos, taconeando con los pies. Todo lo demás no era sino digno acompañamiento al prodigioso bailarín, que pronto volvió a su estrado en olor de multitud mientras aquél prodigio sobrenatural cesó al tiempo de apagarse también la tempestad de aplausos, dando lugar a que Carlitos diese por terminado el pleno.

En mala hora permanecimos clavados allí. Las travesías también. Clavadas allí, y allí, y otra vez allí. Peatones y conductores haciendo travesuras. Mala historia, mala historia, peligrosa historia.

Mejor quedarse clavados en casa.

Mala historia también.

lamentamos no haber desaparecido nosotros. Entonces lamentamos también habernos quedado allí sin hacer ni decir nada, quedándonos allí sin querer, porque nadie nos había cerrado la puerta de la sala de los plenos, y porque ninguno de nosotros estaba contento allí, como clavados sin clavos, como atados sin cuerdas, y además viendo lo que vimos cuando Carlitos reapareció. Reaparecieron los aplausos. Solo entre los de ayuntamiento adictos, eso desde luego, pero de una forma muy curiosa. Aplaudían, pero no a otro, se aplaudían a sí. Todas nuestras indagaciones a cuenta de los aplausos encontraban la ocasión de manifestarse de forma fehaciente y real allí. Por supuesto que nadie de los de ayuntamiento, incluyendo en esto a Carlitos, hizo nada ni remotamente parecido al pino. Todos, excluyendo ahora a Carlitos, aplaudían vigorosamente y con absoluta normalidad. ¿Pelotas? Ustedes dirán, que a nosotros nunca se nos podría decir lo mismo por la sencilla razón de que a ninguno de nosotros se nos hubiese podido ver haciendo el pino ni aplaudiendo.

¿Y Carlitos?

Carlitos, sin hacer tampoco el pino, aplaudió. Sin tener propiamente a quién aplaudir, pero aplaudió. Y lo hizo dando pruebas de tal ingenio y desenvoltura, de tan apropiado talento en tan difícil situación, que nos dejó a todos sin habla pero con ganas de aplaudir a cuenta de no ser pelotas. Verán. Bien es sabida la esencia del cante y del baile hondo, el cante y el baile de los “tablaos” ¿Quien no recuerda al genio, a Paco de Lucía? ¿Cómo olvidar a Camarón de la Isla? A la Lola ni podemos mencionar. Después de la Lola, ni castañuelas ni faralaes como sabía tenerlos ella. El caso es otro, pero tan pronto irrumpió Carlitos en escena rompió en aplausos para empezar. Con los brazos en alto la cascada de palmadas descendía sobre su cabeza como una ducha de jaleo y alegría mientras al resto del     el agua de una ducha

En principio, su aplauso se dejaba descomponer en dos series de movimientos diferentes pero coordinados entre sí. Explicados por separado no revelan el encanto que genera su funcional entendimiento. En éste se cifra su especial y poderosa eficacia. Un aplauso milimétricamente comedido, de un lado. Y del otro una levísima inclinación de cabeza pero no de lado en clave de no, sino vertical en clave de sí, repetidas ambas.

Les indico ahora una propiedad de todo aplauso usualmente sobreentendida. No hay aplauso de no repetirse el fenómeno singular de que se alimenta. En singular, el aplauso desaparece y se queda en palmada, en llamada de atención o en algo que solo su circunstancia específica lo puede indicar. Pero ahora, y a cuenta de la coordinación con el citado movimiento de cabeza, es preciso decir que su repetición debe atemperarse a las ineludibles repeticiones del aplauso. Lo siento, pero lo que tan dificultosamente se deja explicar por escrito, allí, viendo a Carlitos aplaudir metiendo levemente la cabeza entre las manos a palmas separadas y retirándola para evitar la cachetina de palmas a batir, se lo juro, era cosa maravillosa de ver.

Algún aplauso aislado se nos escapó. ¡Cago en la...!

Fdo: Ángel Coronado

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