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Trabajos en prosa del I Premio Antonio Machado

Desde hoy se puede contemplar en el instituto Machado los trabajos elaborados y premiados en los centros educativos públicos y concertados de segunda enseñanza en la provincia de Soria en relación con el primer Premio Antonio Machado la educación en la protección y desarrollo sostenible de la naturaleza y el medio ambiente convocado por la Fundación Antonio Machado durante los años 2016-2017. Los trabajos premiados tienen como base los múltiples componentes y valores de la naturaleza que se encuentran en la obra de Antonio Machado, principalmente en Campos de Castilla. Les ofrecemos los trabajos en prosa.

Estaciones

Y aquí desde mi exilio, solo puedo volver la vida atrás y recordar, de mis raíces, aquellos tiempos de calma y armonía. ¡Oh Campos de Soria, que me visteis deambular por tus frías pero
acogedoras calles!
Comenzaban los verdes prados y laderas que discurrían por las llanuras. Las flores despertaron de su letargo, igual que mi corazón despertó al amor. Leonor era joven y bella; bella como las amapolas en los verdes trigales. Sus rizos discurrían por su cuello como arroyos y cascadas que surcan la montaña. ¡Ay!... Recuerdo también su dulce rostros reflejado en el espejo de la Fuentona cuando los rayos de sol se colaban entre el follaje de los árboles.
Y tras los chaparrones de abril, disfrutábamos el olor a yerba mojada de camino al “Gran Cañón”, donde al caer la tarde éramos sorprendidos por las nubes y el frescor de las últimas horas.
Los tórridos campos y el calor estival fueron acompañados por el trino de las aves que, más felices que nunca, nos amenizaban las largas tardes.
Aquel día, Leonor estaba radiante con el velo blanco que cubría su cara. Trigales dorados mecidos entre la brisa y acariciados por las perdices, esperaban impacientes la siega.
¡Qué ganas tengo de volver a sentarme frente a la Iglesia de Santo Domingo y contemplar cómo la ciudad se sumerge en la noche!
Con el cambio de estación, las hojas caían desnudando a los árboles y tiñendo los bosques de ocre pardo y naranja; con ellas nuestros paseos a la margen del Duero abrían surcos
entre mantos secos. Al fondo, San Saturio, apéndice de la montaña, contemplador del río. Y a medida que los días menguaban, el primer sol de la mañana empezaba a tibiar los fríos despertares de la Soria invernal; auroras efímeras, rostros pálidos, inacabable lucha. Tierra nervuda y álgida, que el alto del Moncayo cubrían de espesa nieve, hija de tu invierno.
La Laguna Negra parece ahora algo irónico; su cristal se rompía en mil pedazos y las águilas, al alzar el vuelo, revestían la zona.
1º Premio, Categoría A. Mario Jiménez Molina , IESO “Villa de Moncayo” de Olvega

Un paseo cerca de Soria
Este verano, paseaba con mi perro a orillas del Duero. Es algo que vengo haciendo desde hace muchos años, concretamente desde que me fui de mi tierra, Soria. La necesidad de trabajo es algo que obliga mucho y a mí me obligó a alejarme de mi tierra. Hace veinte años que me fui de aquí, porque no tenía trabajo. Tenía veinticinco años y toda la vida por delante.
Estuve mucho tiempo sin venir, pero ni un solo día dejé de tener presente a mi tierra, Soria, y a su río, el Duero. Mi rato diario de lectura de Antonio Machado me traía a la mente imágenes muy reales y acrecentaba mis ganas de volver. Como digo, estuve dos años sin venir, pero, al tercer verano, volví.
Desde entonces, paso las vacaciones de verano aquí. Cuando hace buen tiempo, salgo de paseo con mi perro. Esta mañana, concretamente, hemos salido para hacer ese recorrido que hizo Machado y que tantas veces he repetido.
Hacía calor, mucho menos que en otros lugares, pero, lo hacía. Mi perro ya es un poco viejo y me acompaña evitando las carreras. Sabe que no debe cansarse y que yo no quiero perseguirle. Hemos caminado junto al río, agradeciendo la humedad que aporta el aire, pero teniendo cuidado para no pisar los charcos.
Vamos por la sombra y nos detenemos mirando al río. Baja poco agua y mete poco ruido. En algunos remansos vemos algún que otro pez. Nunca he distinguido los peces del río, así que no me atrevo a afirmar qué peces son. Entre las piedras de la orilla vemos pequeños insectos y mi perro siente curiosidad y acerca su nariz a ellos. Los insectos siguen con su actividad ajenos a nosotros. Tal vez sea porque resultamos tan gigantescos a su lado que ni nos ven.
Hay algo que me hace gracia de mí mismo. Huelo a setas. Ya sé que en el mes de julio no hay setas en el monte, pero yo las huelo. No están, pero se mantiene su olor, o, tal vez, solo sea mi imaginación.
Subimos a lo alto de una pequeña loma y miramos los trescientos sesenta grados del paisaje. Vemos Soria, el río Duero, árboles, prados, aves que se mueven en el cielo y que viajan del fondo azul al fondo blanco y acolchado de las nubes. Bajamos de la loma y seguimos el paseo alejándonos un poco más de mi ciudad. Hace más calor y parece que el suelo cruje más, que está más seco. El paisaje ha perdido ese color verde y se va volviendo cada vez más amarillento. Es un color más solitario, más silencioso, pero más hostil. Me parece pensar en una Soria diferente, que me gusta menos.
A lo lejos, dos siluetas humanas. Un hombre y una mujer, que, sin intención, vienen hacia nosotros. Conforme nos vamos acercando, sus formas se definen. No son jóvenes, pero tampoco viejos. Su paso es de caminante más que de paseante. Su ropa deportiva y su calzado multicolor denotan que están habituados a esa actividad. Nos encontramos y nos saludamos cortésmente. Continúan su marcha hacia Soria. Pienso, y casi seguro que estoy en lo cierto, que están volviendo. Se alejan un poco. Mi perro y yo nos miramos y volvemos también. Subiremos la loma. Caminaremos por la orilla del Duero e iremos a casa. Nuestro paseo de hoy habrá terminado. Mañana por la mañana, si Dios quiere, volveremos otra vez. Tal vez el recorrido sea el mismo o tal vez varíe algo. De todas las formas seguirá siendo nuestro paseo por Soria.
2º Premio, Categoría A. Elena Arizmendi de Pablo. IES “San Leonardo”

La Laguna
La alarma sonó bruscamente. Juan se despertó de repente con más sueño de lo habitual. Como de costumbre, desayunó en la pequeña cocina de su piso de Madrid. Cuando se disponía a vestirse, se acordó de que no era un martes de mayo cualquiera. Se iba de excursión con su profesor de lengua a Soria (zona desconocida para él). Ya en el autobús, a medida que avanzaba, se iban acercando más y más a su destino, hasta que empezaron a ver distintos paisajes, primero inmensos campos de cereal, ahora de un verde fresco e intenso; después, un mar de pinos hasta donde alcanzaba la vista, y finalmente, tras subir innumerables cuestas, llegaron a su destino: la Laguna Negra.
Allí Juan observó el color oscuro del agua y un escalofrió le recorrió la espalda, al escuchar al guía que no tenía fondo. Los chicos jugaron a diversos juegos en la orilla para no quedarse fríos, ya que el viento era terrible. Seguidamente, el profesor les contó la historia de las “Tierras de Alvargonzález”, de un tal Machado, el cual le sonaba de clase. Realmente, como explicaba el profesor, no era suya la historia sino de la gente de Vinuesa, un pueblo cercano donde el cuento era ya leyenda. Juan escuchó atento la terrible historia en la que dos hijos matan a su padre para conseguir sus riquezas y, seguidamente, lo echan a la laguna para no dejar rastro.
Dicen que los lamentos de uno de los hijos aún se escucha en el agua. La zona del centro de la laguna empezó a moverse y a Juan el miedo le invadió sus piernas y brazos notándolo agarrotados y temblando. Todo cesó cuando recordó que eran comunes los remolinos.
A la vuelta de su viaje, pasó por Soria, una ciudad pequeña para Juan, pero no por eso poco interesante. Caminaron por un paseo por la orilla del Duero y así llegaron a un olmo seco del cual Antonio había escrito. Al terminar de leer el poema, los alumnos afectados por el mensaje de éste, se veían melancólicos, ya que hablaba del árbol que simbolizaba la mejora de la esposa del poeta, que recayó más tarde, y murió. Juan pensaba en los largos y solitarios paseos que Antonio se daba por allí y una sensación de pena le invadió el corazón.
Ya había casi anochecido cuando llegaron a Madrid. En el viaje Juan había soñado con la traición de los hijos, con la laguna y el olmo. Al llegar a casa se tumbó en su cama y durmió plácidamente y decidió que aquella vivencia nunca se le olvidaría.
Otros textos. Darío de Miguel Sanz. 4º ESO IES San Leonardo

En busca del imperio de las palabras
Sentía el gélido viento entre cada pluma de mis alas; notaba cómo el aire caliente, proveniente del desierto suelo, me empujaba hacia arriba en un intento inútil de derribarme y lanzarme al suelo que sobrevolaba. Oía al resto de las aves volar por debajo de mis majestuosas alas; les oía piar intentando evitar el calor de la árida tierra que dormitaba. Era imposible evitar escuchar las conversaciones de las urracas, las peleas de los pequeños gorriones o el canto del solitario halcón, pero, ¿cómo evitar en esta vida escuchar el murmuro de la sociedad o el humo de las fábricas?
Seguía volando en solitario cuando por fin vi las puertas de mi destino. Unas murallas roídas acompañadas de unas solitarias casas, con las paredes comidas por el hambriento viento que mordía la zona. El viaje había sido muy largo y esperaba que el esfuerzo me trajera un gran imperio que gobernar, porque es por eso por lo que estoy aquí, para encontrar mi sitio; o si no, ¿por qué me habrían llamado águila imperial?
En mis sueños me imaginaba unas ciudades majestuosas, con grandes árboles con frutas colgando entre las alargadas ramas sujetadas únicamente por la suave brisa que acaricia el suelo primaveral. Se acercaba el invierno, y con él, el gélido amo de los vientos, el temido Cierzo que araña y alborota las blancas nieves que llegan de la mano junto con el ensordecedor sonido del silencio.
No he de tener miedo de cazador o asesino alguno, ¿quién vendría a cazar a este gélido mundo?
Mi objetivo aún muy lejos debe estar, porque ni mis agraciados ojos pueden ver palacio alguno. Sigo volando sin destino, en busca de mi preciado y grandioso templo, en el que los árboles tengan grandes copas con suaves hojas en las que poder poner a descansar mis pesadas pesadillas y dejar flotar mis livianos y dulces sueños. Un palacio en el que el silencio sea la música de las aves, el cantar del agua al flotar sobre el cauce tejido por sus compañeros. El rítmico sonido de los cuadrúpedos al huir del lejano ruido de las ciudades y del alboroto provocado por los bípedos e insignificantes destructores del mundo natural.
En la lejanía, pude ver una agrupación de álamos de dorada corteza, y de chopos llenos de hojas secas, agitadas por el frío y seco Cierzo. El sonido de las muertas hojas acompañaba una melodía hermosa y entristecida. Parecía el llanto de un viejo río que se lamentaba de su triste y alargada experiencia.
Decidí no acercarme a ese doloroso páramo hasta la llegada de la primavera, en la que pasó de ser una melodía apenada a un alegre susurro que adornaba el seco paraje en el que me encontraba.
Extendí mis alas y me acerqué a esa delicada música que hipnotizaba mis oídos. Mientras me acercaba, oía el cantar amoroso de los enamoradizos ruiseñores. Entonces, lo encontré, era el palacio que tanto anhelaba, pero disfrazado de un río de palabras.
1º Premio, Categoría B. Jaime Jiménez Omeñaca. IES “Margarita de Fuenmayor” de Agreda

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