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TRIBUNA / Dando saltitos

Ángel Coronado reflexiona en este artículo de opinión sobre el valor del voto, la alegría que depara a los que ganan en el proceso electoral y la transcendencia de lo votado, que a veces dura lo que se tarda en depositar el voto en la urna.

TRIBUNA / Dando saltitos

“Las horribles imágenes muestran a Bushnell, de 25 años, cuando se detiene frente a la embajada [Embajada Israelí, Washington D.C.] , deja su teléfono, se rocía con un líquido inflamable y se prende fuego.” Un guardia le encañona. Otro pide un extintor. Imagino al capitán, Tío Sam, tirando por la ventana paracaídas de refresco.

Como una especie de burbuja surgiendo de un fondo fangoso, el recuerdo de una ejecución renacentista o más de hoy, de tapia de cementerio (que a los efectos da igual), sube buscando las regiones del habla, dominio de Pepito Grillo en la conciencia, sube abandonando presurosa el silencio absoluto del fondo.

Y dice: a todo acto grave, irrenunciable y definitivo, acompaña siempre una ceremonia o liturgia. Esa facción ceremoniosa se dirige inequívocamente al exterior. Es vistosa y sobrevuela indiferente a toda ética (un llanto plañidero, un minuto de silencio, un florero de banderas o una plaza de toros ardiendo en pañuelos. Da igual). Pero el brillo ceremonial es inevitable. Le hace temblar a uno en ardorosa emoción de una forma curiosa por lo indiferente a la magnitud del evento. A esa liturgia ceremoniosa da igual el escenario doméstico de una casa, una calle de cualquier pueblecito, ciudad, un solar de las afueras o tapia de cementerio, los jardines del buen retiro, la plaza de San Pedro o el palacio del Sacro Imperio Imperial. También le da igual un balcón para dar saltitos, pero no al sol de calzones y bragas tendidas sino a los compases finales de un proceso electoral. Y esto es peligroso. Si el balcón entra en resonancia corre a su cargo con todo el personal saltarín y lo precipita sin remedio al suelo. Ojo con eso.

Pero no hagamos tragedia con aquello que no es sino lo mejor que tenemos los ciudadanos de a pie. Los ciudadanos de a pie no caminamos descalzos. No tendremos coche pero sí zapatos y algunos hasta patinete. Tenemos también una legión de refranes a nuestro favor. Otra en contra, cierto, pero menos numerosa.

Y también nuestra mejor papeleta, no lo duden, el voto. Con los patinetes ya se nos está hurgando en la nariz. Acaban de pintarnos nuevas rayas en rojo y ya nos huele que pintarán más. Acaba de salir al mercado uno nuevo que se come las aceras cuando ya estamos en el paraíso peatonal. Se acabaron las calzadas. Toda la ciudad es nuestra. Solo tenemos aceras, paraíso terrenal.

Eso es lo que queríamos decir cuando alguien se nos adelanta, pide la voz y se pone a sermonearnos sin haberla recibido, sermoneándonos a los de a pie. Y nos sermonea sin saltar, sin reír, sin llorar, nos dice como científicamente, como si lo que dice fuese o estuviese sancionado por la ciencia, el experimento y la comprobación. Nos dice que solo viendo si un balcón lleno de gente saltaba tras el escrutinio de votos de un evento electoral, o no saltaba, veía él un primer dibujo al asomo de los votos. Pero no era eso lo que importa, decía, no me importa el resultado. Lo que veo de verdad, viendo eso, solo es quiénes son buenos políticos y quienes no. Hubo entonces en aquél evento un colectivo movimiento de posaderas inquietas sobre sus correspondientes sillas.

Y aquél señor tan atrevido se atrevió a pedir de nuevo la palabra cuando ya robada nadie se la quitó. Siguió hablando hasta que todas las posaderas antes aludidas se fueron tranquilizando y a todas las sillas sobrevino calma y aún hasta más allá, porque aquél señor seguía hablando y hablando. Nos llamó mucho la atención cuando nos dijo también lo de saber no solo el peor momento para ponerse a saltar y lo de quiénes buenos políticos o malos, sino el instante mejor para trabajar o seguir trabajando. Y el susto que le daba ver los saltos que veía sabiendo de su peligro. Decía, en suma, conocer el mejor momento para ponerse a trabajar dejándose de saltos.

¿Cuál? ¿Cuál), vociferamos al tiempo todos sin tener la palabra ni dejando que aquél señor hubiese acabado. “¿Cuál?”, “¿Cuál?” “¿Cuál?”   era un clamor. Como todo clamor tampoco alegre ni triste. Solamente clamoroso. ¿Cuál? ¿Cuál?

Se hizo un silencio entonces solo roto por el eco de tantos cuáles. El auditorio se hizo consciente de haberse tapado los oídos (¡un auditorio con los oídos tapados!, imagínenselo). El orador sabrá, pero después de pensar un momento que a todos se nos hizo eterno, se arrancó con éstas, nada menos que con éstas:

Es difícil, decía, decirle a nadie cuando tiene que reír, cuando ponerse serio o cuándo debe llorar, pero en mi modesta opinión hay que ponerse a trabajar sentado. Y se podría saltar cuando, ya cansado, lo dejases un rato para dale que te dale de nuevo al curro, y que no falte. De tal manera que cuando, simple peatón, has dado lo que tienes (el voto) y encima se te ríen en lo alto de un balcón, te acuerdas quieras que no de lo que tenías y ya no tienes. Maldición, maldición y maldición. Es difícil decirle a nadie todo eso. Es más fácil decirle cómo y a quien debe votar. Anda, rico, vota esto, que si lo votas boto y tengo ganas de botar. Anda rico, que te lo digo yo. Vota que te Botaré. Y ansiosos de botarates nos auto arrancamos de nuestra entraña el voto. ¿Culpa nuestra? Nuestra y del otro, respondió

Pues la verdad, que nos da miedo verles botando al tiempo en su balcón, no se vayan a escotroñar,  aunque la verdad, tampoco nos gusta ver encendida la ventanita cerrada del dictador allá en su despacho despachando, tan meticulosamente despachando. Y sin balcón además. Como tampoco nos gusta ver al sacristán cambiando ceremoniosamente fusil por sacramento en la tapia del cementerio ante un moribundo fusilado. Ante Bushnell  lo mismo, fusiles, y apagafuegos también . Pero ahora, repetimos, no toca la tragedia. Solo hablamos de alegría. Solo hablamos de saltitos. La tragedia, en este caso ya voló. Y lo hizo en forma de voto. Vota esto, cariño, y nuestro voto voló. Solo nos falta por ver, en su caso (será el destino, será el mismísimo Dios), ver al balcón cargado y, saltando, caer.

¿Será que sube a los cielos y nosotros del revés?

Fdo: Ángel Coronado

 

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