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TRIBUNA / El cerro enjalbegado

Ángel Coronado incide en este artículo de opinión en el Cerro de los Moros y la resolución del Ministerio de Cultura.

TRIBUNA / El cerro enjalbegado 

En El Heraldo de Soria se anuncia el desbloqueo de una polémica. Y ciertamente, la cuestión es esa, un paso más, por desgracia y al parecer definitivo, a una polémica. Lo curioso es que la citada polémica, en realidad, nunca ha existido como tal. Han existido otras cosas, cosas cuyo efecto ha sido el citado, una polémica de artificio y floreada seguida de una traca final. El Ministerio de Cultura ha dicho que lo del Cerro son ganas de discutir. Al Cerro no le pasa nada porque unas cuantas casas con su ración de cemento y asfalto de guarnición, nos sea servido de plato combinado y último. Y se nos dice, recomienda, se nos emite una resolución en la que se constata (¿se nos ordena? ¿Constatar es algo imperativo, es ordenar?) a nosotros los sorianos. ¡Y sobre todo a quien nos administra y representa, a nuestro alcalde! Se nos emite, dice, recomienda, emite una resolución en la que se nos constata… Y amén. A callar.

No viene al caso argumentar, ni seguir polemizando, ni entrar en el espeso jardín de todas esas cosas. Lo que urge, por decir que urge algo, es un desmentido. En el fondo de todo ello late una falsedad que sigue latiendo, aunque blanqueada. Enjalbegada. Enjalbegar es blanquear, pero blanquear con cal. Que si una casita en Las Alpujarras como en tantos y tantos pueblos de Andalucía, de La Mancha y de tantos lugares de por aquí, por allá, tantos que sería imposible citar. Por enjalbegar se cubrieron también hermosísimas pinturas luciendo en las paredes interiores de muchas iglesias rurales, porque la cal, poderoso remedio contra muchos males, servía también para sanear estancias contagiadas por pestes y pandemias.

Hoy día tenemos otros medios mucho más eficaces que la cal para desinfectarnos de virus y de bacterias dañinas. También para blanquear el interior y el exterior de nuestras casas. La cal pasó a la historia, pero por fortuna, los pueblines blancos de las Alpujarras y de tantos otros lugares siguen ofreciendo a la vista todo su alado juego de alegría blanca.

Urge un desmentido. Urge decir que toda polémica sobre si el Cerro de los Moros debe quedar intacto, medio intacto o tocado en su totalidad de cemento y casas es inútil, vana, imposible de superar. Tanto como polemizar, salvadas las oportunas diferencias e instancias, sobre si a Ud. le debe gustar el pescado más que la carne de vaca (como me ocurre a mí), o al revés. Tanto como polemizar sobre si aquello de la liga fue gol, parada o palo. O como sostener que la temperatura mejor para salir de paseo son los dieciocho grados centígrados frente a los veinte. En resumen, sobre gustos, colores y más colores. El juicio de valor, apenas iniciada cualquier polémica que lo quiera poner en tela de juicio, se recluye siempre dentro de uno mismo, su propio lugar y natural asentamiento. Sólo sirve para conversar, que no es poco. Para aprender, que tampoco es menos. Para convivir, que no solo no es poco sino más, casi todo lo que tenemos. Terminamos antes diciendo para lo poco, aunque importante, que sirven los juicios de valor una vez fuera de su natural estancia interior, según quedó dicho más arriba. El juicio de valor, fuera de ahí, sirve como nada para discutir, pero discutir sin límite alguno, sin tasa ni medida, esto es, para llegar a las manos incluso. No habría guerras sin juicios de valor, ni crímenes ni derecho penal ni cárceles ni jueces, lo que por otra parte nos hace pensar del revés a como veníamos pensando, que sin los juicios de valor no habría casi nada tampoco.

Este dilema lo arreglamos nosotros, los humanos, en un abrir y cerrar de ojos. Así, como suena. Lo enjalbegamos. Sí, como si se tratase de una casita en Las Alpujarras. Lo blanqueamos.

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Un ejemplo. Gol, parada, palo, fuera. He ahí el dilema. Bueno, pues vamos y vestimos a un señor con calzones y camiseta negra. Todos nuestros respetos al gremio de los árbitros. Esto es un ejemplo nada más. De los veintitrés ejemplares humanos que corretean por el césped, solo hay uno que corre menos, más viejo, gana menos dinero, nadie, o poca gente, conoce su nombre y, por otra parte, suda como ninguno para ver lo que pasa con la pelota entre cuarenta y cuatro botas sin contar las dos suyas, las únicas que no la persiguen sin tregua. Bueno, pues lo que diga ese señor vestido de negro es lo que vale, y arreglado el dilema. Esto es así, no requiere desmentido alguno.

Lo que diga el señor alcalde, y eso es lo que vale y arreglado el dilema. Lo que diga el señor Juez, y arreglado el dilema. Lo que diga el capitán, y arreglado el problema. Lo que diga el Papa, y arreglado el problema. Lo que diga papá. Lo que diga mamá. Lo que diga Lucas, si es que a Lucas se ha investido de autoridad para decir lo que dice, como al árbitro investido de autoridad y vestido de negro acerca de si gol o palo. Esto es así. No requiere desmentido alguno. Todo juicio de valor, fuera ya de su natural e íntima residencia, se ha de someter a otro juicio. Al del árbitro en el estadio de Los Pajaritos. Al del alcalde en El Cerro. Al juicio del Capitán, en la mili, al juicio del Papa en Roma.

Pero ¡ay!, del árbitro al Papa de Roma, todos humanos. ¡Ay! Ya no sigo. Ya termino. Humano, demasiado humano. Al juicio de valor, fuera ya de su natural aparcamiento, se oponen, cabezonas, unas cuantas monedas de plata que a veces brillan más de la cuenta. Todos, absolutamente todos los seres humanos, incluso los jueces, árbitros, alcaldes y capitanes, tenemos un precio (que esta es otra y de las más grandes). Y es entonces cuando el ingenio humano se pone de nuevo en funcionamiento, incansable. El dilema eterno se reproduce como las cabezas del Dragón o de la Hidra. Se pueden dar varias soluciones. Ahora solo interesa citar una. Enjalbegamos. Blanqueamos. La utilidad marginal de la cal que aún perdura y perdurará siempre. El árbitro, el juez, el capitán, el comendador o el alcalde, el general, el ministro, todos siguen con sus medallas, con sus calzones negros, bastones de mando y también con esas obras de filigrana puntillosa que los jueces se ponen en las mangas de la toga y que se llaman puñetas, pero enjalbegados, impolutos, blanqueados de aquellas monedas que brillan, sí, menos aún de lo que manchan. Y amén. A callar.

Del Cerro de los moros ha dicho (ha dicho, emitido, constatado, indicado, expresado, opinado, recomendado, que nuestro idioma es pródigo en expresiones cuando se trata de blanquear un juicio de valor extraviado de su lugar natural que no es el de ningún ministerio sino el de Soria pura cabeza de Extremadura), ha dicho el Ministerio de Cultura que no queda feo con ese poco de cemento por aquí pero sin cemento y con asfalto por allá. Y a callar las Bellas Artes, los árbitros, los alcaldes y los machadianos. Todo mochuelo aparcado en su olivo excepto uno que revolotea en la oscuridad. Buen brochazo. Buena cal. Pero en el fondo de todo esto yace una falsedad que sigue latiendo, blanqueada.    

Fdo. Ángel Coronado

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