Carmelo Romero: “Si perdemos el medio y sus valores, habremos perdido todo”
Soria está despidiendo, quizá sin darse cuenta, una forma de vida. Y Carmelo Romero, profesor universitario durante su vida profesional, lo ha plasmado en su último libro, titulado “El fin de un mundo”, en el que conviene aplicarse para entender mejor lo que fuimos, lo que somos y lo que podemos dejar de ser.
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Doctor en Historia Contemporánea y profesor titular, jubilado, de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza, Romero ha vuelto a publicar un libro donde refleja el paisaje y el paisanaje de ese medio rural que se nos va en la provincia.
Soriano de Pozalmuro, ejemplifica en Manuela y Antonino la despedida de una generación en un pueblo, Valdepozal, que puede ser cualquiera que el lector conozca de la Soria rural y de esa España de interior que sigue olvidada por más promesas que escuche.
Asegura Romero que no ha escrito el libro con nostalgia, pero sí con mucho respeto y cariño, una premisa fundamental para comprender cualquier cosa, para empatizar. Es, dice, un mundo que se nos va, con sus valores pero también con sus problemas. Y dice sentir también mucho respeto por unas generaciones que han sido a su juicio las más sufridas de la historia de España, y al mismo tiempo “más gozosamente creadora y extraordinariamente generosa”, porque exprimieron su esfuerzo con el único deseo que sus hijos no fueran los que ellos habían sido. Seguro que les suena.
Se lo contamos en cursiva (párrafos del libro), y preguntamos en negrita y Romero nos contesta con fuente de estilo normal.
Los sonidos de las paladas de tierra sobre un ataúd no se olvidan nunca. Da igual la edad que tengas cuando los oyes. Permanecen para siempre imborrables en tu interior.
- ¿qué importancia tiene la tierra, el terruño, para el soriano?
- Es absolutamente fundamental. Hemos vivido apegados a la tierra, bien como agricultores o como pastores. Y a la naturaleza. Machado decía que una palada en tierra es algo tremendamente serio. Y nuestra vinculación a la tierra, no sólo en Soria, es del medio en el que se ha vivido, y por tanto con el que se ha luchado y con todo el esfuerzo. Y al mismo tiempo tener que cuidarlo y respetarlo. Y eso se va perdiendo, en la medida que dependes menos de ese medio y de la naturaleza. También escribo que estamos hechos de paisaje. Y que esas personas no necesitaban los tatuajes, porque llevaban impreso el territorio. Siempre que ves una persona mayor, estás viendo casi el territorio.
Con frecuencia no reparamos en que nuestros padres también fueron niños. Me ha enternecido leer el diario que, sin mucha continuidad, iba escribiendo mi padre cuando tenía once y doce años y las numerosas cartas a sus padres.
- ¿Qué lecciones le dejaron sus padres? ¿Con que se identifica cuando los recuerda?
- Para mí lo más fundamental ha sido, creo que para casi todos nosotros, es la infancia. Según nos construimos en la infancia, nuestro desarrollo vital tiene mucho que ver con ella y con los valores que se aprenden. Aprendí el valor del esfuerzo, del sacrificio, pero también del respeto a la palabra dada, al resto de las personas, al nadie es más que nadie. Todo lo mame en mi infancia. El afán de cultura, de saber, pero sobre todo el respeto a las personas, nadie es más que nadie. Por hipotético alto puesto que uno ocupe o llegase a ocupar –no estoy hablando de mi caso-, lo que pone ahí es simplemente el culo. Esos valores los aprendí en mi infancia, no sólo de mis padres y mis abuelos, sino de todo el entorno. Y por eso el libro está dedicado a mis padres y abuelos, por lo que aprendí, y a mi nieta por lo que sigo aprendiendo, porque uno trata de perpetuar un tipo de valores que pueden estar en desuso pero que a mí me parece que son fundamentales en el ser humano.
El servicio militar alejaba a los mozos campesinos de las caballerías. El fusil y la bayoneta reemplazaban a los bueyes y las mulas.
- El servicio militar ¿era una liberación en el medio rural o otra condena?
- Al principio del siglo XX, solo iban los pobres. Los ricos pagaban en metálico y se libraban de la mili. Las leyes las hacían los ricos y no hay que olvidarlos. Y los pobres se las trataban de ingeniaban para no ir. Pero el servicio militar conllevaba a finales del siglo XIX y principios del XX tener que ir a las colonias (Cuba, Puerto Rico, Filipinas) y luego a Marruecos, donde muchos dejaron la pelleja. El servicio militar para muchos fue una lacra. Voluntariamente no eran muchos los que iban.
Contemplada desde la distancia del tiempo, la línea de separación entre aquella agricultura con mula, carro, hoz, trillo y estiércoles y esta con tractores, cosechadoras y abonos químicos puede parecernos no solo rotunda, sino también tan abrupta como el súbito estallido de un volcán. Las cosas, sin embargo, no fueron así o, al menos, no lo empezaron siendo.
- ¿Hasta que punto nos hemos dado cuenta del cambio en el agro?
- Nuestro cambio ha sido totalmente torrencial, no de lluvia fina. Ha sido como un rayo en una noche serena. La lluvia fina es a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, con cambios, pero España queda detenida por la dictadura. La Segunda Guerra Mundial acaba seis años más tarde que la guerra española y sin embargo España se desarrolla. Pero si te paras a pensar en la política autárquica que se desarrolla durante 20 años y el resto de países va avanzando, sobre todo en la maquinaria, en España llegan los cambios de repente, de la noche a la mañana: En una década fue la gran transformación. Mucho más abrupto y también más dramático.
El Sindo estaba hecho a las carreras y a despistar a policías y guardias. Todo en la vida requiere entrenamiento y costumbres. Desde muy pequeño había tenido que agudizar el ingenio y alargar las piernas para aportar a la chabola familiar algunas pesetas.
- ¿El hambre agudiza el ingenio?
- Siempre he dicho que algunas de las personas más inteligentes, más vivarachas, eran analfabetos. Lo he dicho públicamente en la Universidad. El hambre en determinadas situaciones acelera el ingenio. La primera función del ser humano, como la de cualquier ser vivo, es la de buscar la supervivencia. Es una exigencia humana. Y quien no agudiza el ingenio, perece.
Según uno de esos dichos populares, el cerdo era “la hucha del pobre”. En realidad, de casi todos, salvo de aquellos muy muy ricos que no precisaban tener semejante hucha en su mansión y a su cuidado, y paradójicamente y en contra de lo que dice el dicho, de los muy muy pobres, los de solemnidad, a quienes la extrema necesidad forzaba a ir mendigando, sin asiento fijo, de pueblo en pueblo y de casa en casa.
- ¿Hay motivos para venerar al cerdo?
- El cerdo era la hucha del pobre y del mediano. El tener un cerdo o dos de matanza era permitir vivir todo el año. Al cerdo le debemos mucha de esa supervivencia. Y después ya cuando se generaliza más, fue también una fuente de ingresos. Sin el cerdo, nuestra vida y la de generaciones anteriores, hubiese sido mucho peor.
Vengo comprobando que, entre las gentes mayores del campo, abundan los hombres y las mujeres que, en esencia, son estoicos filósofos sin libros. No han necesitado leerlos ni escribirlos. Su saber es el de la experiencia de siglos.
- ¿ Porque son estoícos filósofos sin libros?
- Es un tipo de filosofía existencial, de resignación, de no estar esperando en demasia ni la alegría excesiva ni tampoco la pena excesiva. Hay todo un tipo de filosofía ante la existencia que, en buena medida, también se ha perdido. Pongo el ejemplo de Manolon, al que se le muere la cabra, y va la mujer a decírselo, y le contesta que no se preocupe y no se diera mal, porque antes no la tenían y no pasaba nada.
Ciertamente, en estos campos de cereal y oveja la belleza del otoño no es exuberante ni deslumbra, pero posee la sencillez y el candor de lo modesto, de lo humilde, de lo íntimo. Y esa belleza cala honda, muy hondo.
- ¿qué supone el paisaje para Manuela y Antonino?
- Ellos les llamaban la naturaleza, que para ellos era fundamental. Se vive del cielo, si llueve o no llueve, si viene la tormenta… Y hay que conocer todas esas situaciones. Estamos hechos de paisaje y de naturaleza. El medio soriano es duro. Y todo lo que conlleva lucha no tiene exuberancia. Pero tiene la fuerza de la sencillez, a base de estar luchado.
Las potestas la dan los cargos que se ocupan; la auctoritas, las actuaciones de las personas. Conseguir la potestad es una cosa; alcanzar la autoridad moral en el medio social en el que te desenvuelves es otra muy distinta. Aquel está en consonancia con los cargos y las leyes, ésta con la ética y el prestigio.
- ¿Quién tenía autoridad, prestigio, en el campo? ¿Lo daba el cargo?
- He conocido a mucha gente que tenía autoridad, no por tener un cargo, sino porque se le respetaba por una forma de ser y de actuar. Eran personas a las que se les veía ecuánimes y respetuosas y generaba toda una autoridad, aunque no tuvieran ningún tipo de cargo.
Los únicos años que bien a gusto quitaría de mi vida, se lo digo como lo siento, son los de la guerra. Y eso que en esta tierra no sufrimos las calamidades del frente, porque desde el principio quedó para los nacionales del Alzamiento y así se mantuvo hasta el final.
- ¿Cómo les ha condicionado la Guerra Civil a generaciones anteriores a la suya?
.- Por completo. Soria no fue frente de guerra, pero muchos sorianos tuvieron que ir al frente y después estuvo la represión que les marcó por completo. Y sigue marcando en cierta medida. Fue peor el miedo que el hambre. Fue toda una losa para generaciones, aunque vivieran cien años. El miedo no se quita y pesa, y pesa y mucho. Donde domina el miedo, es una sociedad retardataria en sí misma. Con esperanza se avanza y se lucha.
No volveremos a aquel mundo milenario, porque el pasado nunca vuelve, pero deberíamos ser conscientes de que estamos enterrando a los últimos protagonistas de un modo de ser, de comportarse y de interrelacionarse. No estoy seguro, sin embargo, de que lo estemos haciendo con la dignidad que ellos merecen.
- ¿Qué habría que hacer para despedir con la dignidad que se merecen a los últimos protagonistas de un mundo que se acaba?
- Lo primero es entender ese mundo y comprenderlo. Y después respetar profundamente el medio. Es absolutamente fundamental. Son los últimos guardianes de un territorio. Incluso a veces pienso lo que habría que pagar en guardas jurados para proteger, por ejemplo, las ermitas o los bosques. Hay que despedirlos dignamente y respetar ese mundo que se va, sin añoranzas ni nostalgias, y respetar también el medio en el que se desenvolvieron. Si perdemos el medio y sus valores, habremos perdido todo. Si se hipoteca el agua, la tierra, habrás dejado a generaciones futuras sin posibilidades en estas zonas. Las macrogranjas son, por ejemplo, no respetar el medio.