Suicidio nunca. Acaso milagro
Ángel Coronado reflexiona sobre las concentraciones que han cumplido un año para rezar el rosario a las puertas de la sede socialista de Ferraz.
Celebrando la extinción de Soria
Suicidio nunca. Acaso milagro
Al antiguo proyecto de construir algo diferente (mejor o peor es otra cosa) recogiendo de aquí por allá materiales de desecho, esto es, extraídos de contexto (el descorchar una botella no es desprecio para el corcho, sino aprecio. Ojo al corcho. Guarda el vino.), se presenta una oportunidad.
Escogemos un titular del Mirón de Soria: “La perversión del presidente del Gobierno ante una tragedia nacional”, a cargo de lo cual se plantea la primera parte del asunto. La tragedia.
La tragedia es eso. La perversión, el mal químicamente puro sin mezcla de bien ninguno. Un asunto recurrente. En muchas obras de la cultura universal se plantea por igual. En la propia Biblia, nadie sino Dios induce al buen padre al sacrificio de su hijo. ¡Abraham!, ¡trepa al Sinaí con tu hijo!, ordena Yahvé. Y una vez en la cumbre: ¡sacrifícalo!
En otra obra inmortal es el bravo Aquiles que, ciego de ira nada menos que contra Agamenón, compromete a su cargo toda la guerra de Troya. Mucho más tarde, Fausto mismo, no santo pero bueno, se sienta nada menos que con Mefistófeles para firmar un diabólico y trágico contrato (antes que contratista, Fausto es romántico, el propio romanticismo en persona), y hasta el mismo San Francisco de Asís, paradigma universal de la mansedumbre y la pobreza extrema, encarna en sí mismo la tragedia, porque su mansedumbre se trasforma en agresiva crueldad frente al humilde sabañón de un pie desnudo en el invierno. Y así la propia Divina Comedia, que parece una excepción. En su perfecto equilibrio de paseo entre Hades y Paraíso (modelo inimitable del irredento turismo), la tragedia y el gozo se neutralizan entre sí como el blanco y el negro. Es entonces cuando una especie de gris nublado, aburrido sin serlo, lo empapa todo de una tristeza sin nombre. De nuevo la tragedia, nos diría Beatriz, también Dulcinea, cualquier Mujer. Lo diríamos todos. Pero nadie responde. Falta lo esencial. De nuevo la tragedia, ausencia de algo necesario.
La segunda parte del asunto aparece de nuevo en El Mirón. Escogemos este otro titular: “Un año del Santo Rosario en Ferraz”.
No hace falta recordar, pero lo haremos, que del monte Sinaí bajaron vivitos y coleando, gracias a Dios, tanto el padre como el hijo. Luego en la Historia, en otro lugar y a las afueras de Troya, gracias a Patroclo, quedó en nada la ferocidad entre ambos atridas. Por su parte, San Francisco sigue recogiendo florecillas en las cunetas y dando de comer a pequeñas bestezuelas por llegarnos hasta hoy, y aquí lo principal, sobre todas estas bienaventuranzas se cierne un paraguas gozoso y protector: A Yahvé, Patroclo, al Fausto más recto (al mejor Fausto, antes soñador que contable) y a florecillas y humildes bestezuelas, añadimos nosotros los pucheros por entre los cuales correteaba el propio Dios según Teresa de Ávila. Antepasados abulenses nos acercan a esa inolvidable Mujer, y a Beatriz, Dulcinea y a María también. Y sin pretensión alguna de haber terminado de citar lo eternamente infinito sino de acabar con lo que toca, acompañamos a todo ello el santo Rosario en Ferraz. No hay templo indeseable para el Santo Rosario. Entre pucheros se puede rezar, tan cierto como que nadie, ni Pedro Sánchez, ni usted ni yo representamos el bien sin mezcla de mal alguno. Que tire la primera piedra el que así lo piense o lo diga, de sí mismo lo primero y de todo el que se una, pero siempre de verdad.
Estamos de acuerdo en que una hora, un año día tras día, una hora al día de los trescientos sesenta y cinco del año rezando el santo rosario en el santuario del inmaculado corazón de María en Madrid, es algo muy bueno, pero que muy bueno. Pero también diferente al rosario que dirige Jose Andrés Calderón en la calle de Ferraz, que tampoco estará mal pero siendo diferente, eso para empezar. El Santo Rosario siempre es bueno, pero no es igual en un santuario que en un hospital o en un teatro o en una sala de conciertos mientras la orquesta interpreta la Pasión según San Mateo de Johan Sebastián Bach. Tampoco es lo mismo rezarlo ante un palacio o ante un burdel, como tampoco es igual hacerlo por la calle Génova que por Ferraz, por la plaza de oriente o la de Cibeles o la Puerta del Sol, téngalo en cuenta, Don José Andrés. Y todo por eso de que tire la primera piedra el que la deba tirar, don José, porque de otra manera todos nos podemos descalabrar.
Cada día por una calle sería lo mejor, excepto los domingos y las fiestas de guardar, que para entonces nada como rezarlo en la sacramental de San Isidro, en Madrid, o en la concatedral de San Pedro en Soria. Los del Burgo (El Burgo de Osma), sede del Episcopalacial, dirían dejarse de concatedrales habiendo Catedral. Les dejaremos hablar. Estamos en Democracia. Vamos a dejarles. Hablar solo es hablar, pero abogando en esta tertulia nos inclinamos por nuestra Concatedral.
Dicho esto, en todo lo demás estamos de acuerdo. El mérito de Jose Andrés Calderón y de todos sus seguidores es emocionante y único. Y es también una bendición de Dios que Jose Andrés haya despertado nuestros espíritus. Es el rezo del Rosario un arma infalible (dicho entre nosotros y en términos bélicos), como solía recordarnos San Juan Pablo II entre tantos otros papas, santos o no.
Por cierto, pocas veces ha ocurrido. No decimos nunca pero no conocemos otra en que dos papas al tiempo hayan subido a los altares: San Juan XXIII y San Juan Pablo II, pero ambos tan juntos y tan de hoy, que se habla de ellos de otra forma, como mucho más familiar y al tiempo más respetuosa que hablando de otros santos más antiguos. Por ejemplo, de San Santiago, al que se quitó el “San”, o mejor dicho, se le arrancó para pegárselo después, para soldárselo después con soplete y dejarlo en Santiago, sin posible remedio jamás. Ni “Tiago” a secas es nombre que se preste, ni San Santiago suena bien. La gramática no lo acepta.
Bueno, es el caso de que “malas” lenguas dicen, en contra de San Juan XXIII, que no se habla de sus milagros, al menos que no se habla tanto como de los de San Juan Pablo II. San Juan XXIII arrastra su fama a cuenta del Concilio que convocó. Lo lleva en la mochila como cosa de la tierra que es, nacida en este valle de lágrimas y destierro al que fuimos condenados y al que, gracias a Dios, ya nos vamos acostumbrando. Documentos, firmas, actas, votaciones, cosas terrícolas, como de pucheros, de las de ver y tocar y a disposición del contribuyente.
Y al revés, otras lenguas parejas pero en favor de San Juan Pablo II no hablan más que de milagros, milagros y más milagros, aparte también de sus cosas terrestres (hombre que fue). Viajes y más viajes, billetes de tren, y de avión, que también entre trenes y aviones anda Nuestro Señor. Archivos habrá que nos digan la hora y la fecha en que San Juan Pablo II se marchó. Y volvió. Datos y datos a disposición de sus biógrafos.
El milagro, sin embargo, es, para siempre jamás, inexplicable. Desaparece al punto de rozarle alguna explicación. Es algo del más allá. Siempre pensamos en el silencio de Lázaro resucitado. ¡Qué ocasión perdida para toda la humanidad! Pero ahora reconocemos en su silencio la miga. De haber hablado, habría caído al instante milagrosamente fulminado.
¿Suicida?
Suicidio nunca. Seguro milagro
Fdo: Ángel Coronado