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TRIBUNA / ¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Más que cerdo!

Ángel Coronado realiza una interesante reflexión sobre el valor de las palabras y sus significados. Algunas con variedad de sentidos y otras únicas,  recordando al maestro Antonio Machado entre San Polo y San Saturio.

TRIBUNA / ¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Más que cerdo!

A Gaspar Melchor de Jovellanos nunca le podremos llamar Baltasar, ni a Melchor llamarle Gaspar ni al Cerro de los Moros la Colina de los Musulmanes. Siempre, recuerdo de cuando niño, la historia sagrada de la bíblica nominación. El Maestro, Dios, nos ordenaba sentarnos ante un escenario en el que aparecía un elefante. Y el Maestro decía: ¡Elefante! Y luego aparecía una una casa y el Maestro decía ¡Casa! Y aparecían otras cosas, preferentemente animales. ¡León!, ¡Cebra!, ¡Jirafa!

Hoy al maestro ni se le llama con “m” mayúscula ni nos dice las cosas tan claritas. Nos suelta un par de nombres raros de los que no quiero ni acordarme, pero tan solo para que no se diga que los desconozco, los voy a pronunciar por primera y última vez. Sinonimia y polisemia. Y se acabó.

Hay palabras, y a una de las cuales, a cualquiera, me refiero, que sin modificar ni una sola de sus letras acoge bajo sí diferentes significados. Y hay significados, a uno de los cuales, a cualquiera de ellos, me voy a referir, que se dejan expresar por diferentes palabras. Por ejemplo, y sólo por ejemplo, la palabra “cerro” acoge bajo sí el significado de un montón de sandeces que algún ignorante nos dice, como el del apellido de un señor que se apellide “cerro” (lo escribo con minúscula porque me da la gana y supongo que los nombres propios se llaman “apellidos” también y que además tienen significado) o como una de las pequeñas colinas de por los alrededores de una población andaluza que se llama Úbeda.

Y por ejemplo también, hay significados como el significado de la palabra “cochino” que acoge sobre sí el significado de alguien cochino, esto es, guarro, lo que se dice guarro, sin empacho de acoger también el nombre de un mamífero de sabrosísima carne al que también, por cierto, el Maestro Dios hizo aparecer en el escenario gruñendo y dejándolo todo perdido de mierda mientras nos decía: ¡Cerdo!

Y de la misma forma que ocurre esto, de la misma forma que hay sentidos a los que se puede aludir con diferentes palabras y palabras que aceptan bajo sí diferentes sentidos, hay cosas que ni te miran cuando las llamas por otro nombre diferente al que de verdad tienen. Ni se molestan tampoco. No hay forma de increparlas, insultarlas o alabarlas, tal es su orgullo, tal su estima, tal su nombre del que hacen coraza y tras el cual permanecen tan ocultas e ignoradas por el resto de los nombres que ninguno de los mismos sabe ni lo que son ni lo que hacen allí escondidas.

Porque si a Don Gaspar Melchor  de Jovellanos, al nacer, le hubiesen puesto otro nombre (por poner un ejemplo se nos ocurre que dicho nombre hubiese sido Baltasar), sus escritos posteriores hubiesen sido los mismos. Y si alguien nos dijese que no, que el nombre marca, pues entonces que nos diga porqué los padres del demonio le pusieron a su hijo el nombre de Lucifer. Vaya demonio de padres, y qué buenos los de Don Gaspar Melchor, el de Jovellanos, que no supo escribir ni una letra torcida y mira que nos hemos repasado toda su obra sin encontrar esa letra. No podemos coger un libro de Don Gaspar Melchor sin repetir lo dicho. Como tampoco podemos decir que Baltasar era negro, que de tanto serlo, ni decirlo vale. Baltasar es Baltasar, y a Gaspar Melchor de Jovellanos nunca le podremos llamar negro tampoco, pero no porque valga o no valga decirlo. Es que Don Gaspar Melchor, sencillamente, no era negro.

En resumen, ahora nos referimos a las palabras que no gozan ni sufren variedad de sentidos, y a los sentidos que ni sufren ni gozan variedad de palabras. Son palabras únicas, intraducibles y esencialmente solitarias, irrepetibles. Y si alguien atentase contra ellas y las modificase, su sentido quedaría como viudo, revoloteando por el aire, loco, sin sentido. Inofensivo pero loco tontiloco.

Otros dicen que moriría de forma instantánea, porque de otra forma lo que caería fulminado de repente sería su propio ser. Dejaría de ser, pasando sin más a ser otra cosa. Por el contrario, si la palabra resistiese gramaticalmente incorruptible, el sentido pasaría como una sombra aún a la plena luz del día sin que nadie pudiese abrir la boca para nombrarla ni cerrar los ojos para dejar de verla. A veces ocurre. Otros dicen, repito, que no, que moriría también y sin más. Y ambas instancias, palabra y sentido, acartonadas por igual y superpuestas, acabarían al final confundidas entre sí, indisolubles, hechas una sola y definitiva momia. Al Maestro se le pasó ponernos en claro esto, en virtud de lo cual nos las tenemos que apañar nosotros, los alumnos, y eso es precisamente a lo que vamos.

Y es en estas cuando se nos ocurre pensar en algo a lo que podría responder sin mayores esfuerzos eso a lo que llamamos arte sin saber lo qué, lo que acaso pudiese ser. Arte sería, se nos ocurre, un artificio, el artificio en virtud del cual una cosa esencialmente solitaria y nominalmente única, carente por lo tanto de cualquier otro sentido y de cualquier otro nombre diferente al suyo, al de siempre, una cosa tan incapaz de jugar con las palabras y los sentidos de la forma en que venimos diciendo, arte sería el dispositivo capaz de inventarse una especie de Maestro enseñándonos a eso, así en la tierra como en el más allá. Y eso sería algo así como una especie de habla, de habla común, universal, intraducible, una especie de esperanto, eso es, esperanto, el imposible esperanto hecho carne de nuestra carne y a la vez extraño, imposible como lengua y al que, aprovechando la ocasión del milagro, llamaríamos con la vieja y milagrosamente nueva palabra de ¡Arte!

Al Maestro llamo Antonio. Y el Maestro, entre San Polo y San Saturio nos decía: ¡ ¡Elefante! Y luego aparecía una casa y el Maestro decía ¡Casa! Y aparecían otras cosas, preferentemente animales. ¡León!, ¡Cebra!, ¡Jirafa! Y luego aparecía un cerdo por el Cerro de los Moros gruñendo y olisqueando y llenándolo todo de mierda, y Don Antonio, el Maestro, nos decía: ¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Mas que Cerdo!

Fdo: Ángel Coronado

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