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TRIBUNA / A la rica tómbola electoral

Ángel Coronado incide en este artículo de opinión en los tiempos electorales que nos toca vivir este año y en la proliferación de promesas por parte de los candidatos, como maná de la Biblia sobre los pueblos elegidos. 

TRIBUNA / A la rica tómbola electoral

Para el votante a secas, todo tiempo es electoral. No existe para él la veda de los mítines ni de la urgencia expresa del voto. Ni existen los votos siquiera. Emitidos que son, se dirigen siempre al otro, y en concreto, a ese otro, al que cuenta más, al que, además de votar, se puede votar a sí mismo….

Somos votantes a secas. Y siendo aquí unos ocho mil millones de seres humanos, suponemos que unos mil millones vivimos en una supuesta y enorme democracia que vota. Los números precisos no serán así, pero no importa. Nos basta con suponer algo aproximado. Intentaremos reducir la enorme diferencia entre semejantes magnitudes y las mucho más menudas sobre las que intentaremos tratar a continuación, reduciendo en lo posible diferencias de cualidad a otras de orden cuantitativo, más dóciles, en nuestra opinión, a ser expuestas sin dificultad.

Digamos también, siguiendo el mismo criterio, que mil millones de seres somos votantes a secas, porque los otros pocos que faltan (siendo por otra parte, ya digo, los que cuentan), ni los contamos siquiera. De tales decimos eso, los que más cuentan. Además de votar pueden votarse a sí mismos, y ya está. El panorama total no es otro: una inmensa mayoría (siete mil millones) de seres que no pueden votar. Otra gran mayoría, aunque drásticamente reducida (mil millones) que pueden hacerlo, y por fin el otro, los otros, los otros cuantos que cuentan o los que pueden votarse a sí mismos y ya está. Y sobre todo ello, el soberano principio del “Divide y vencerás”. A ese principio, y a su máximo nivel, cuatro estados soberanos que podrían ser cuatrocientos, responden con su prerrogativa especial. Solo ellos pueden, dado el caso, matar. Sólo ellos pueden, en su caso, votar. Y ahora ya, en todo lo que sigue, podréis imaginar que nos encontramos en uno, o en un grupo de los mismos, da igual, de tales estados soberanos.   

Para nosotros, los del voto a secas, todo el tiempo es nuestro, vigilia eterna del desierto sin condiciones ni vedas de tipo electoral. Y en ese silencio nuestro, como en el patio de butacas de un gran teatro, veréis cómo, de vez en cuando, aparece dando voces una chusma, la chusma de unos cuantos (cuatro, cuatrocientos cincuenta, da igual), la de los que pueden votarse a sí mismos, el grupo de las narices, una chusma de pinochos. ¿De quién la nariz más larga? Imposible saberlo, pero algo es seguro: elecciones a la vista. Llega el tiempo electoral.

Observad. Por la calle y en cualquier día corriente lo notaréis. Allí, entre narices corrientes, chatas, aguileñas, gordas o afiladas pero corrientes, narices corrientes, aparecen de vez en cuando algunas muy largas. Fijaos en ellas. Parecen “pinochos”, pero dejad a Pinocho en paz. A Pinocho le conocemos. No perdamos el tiempo con ese pedazo de madero, mal madero, malo, que dejaste a Gepetto, tu padre, rezando en la tripa de la ballena, mal madero . A esos cuantos “pinochos” les conocemos porque no hacen sino prometer, por lo que, sin querer, se delatan. Y lo malo es que las promesas caen sobre nosotros como el maná de la Biblia sobre los pueblos elegidos. Nosotros, los que votamos a secas, somos ese pueblo, ¡ay! ávido de promesas. Y esos cuantos “pinochos” lo saben. Y prometen. Y derraman sobre nosotros, mil millones de nosotros (más o menos da igual), ese maná (que de maná nada), antes plaga de langosta, mentira y demonios concentrada en es par de narices en el que insisto, única prueba que tenemos para saber, de seguro, que se avecina una borrasca electoral.

No hace falta sino abrir un periódico. Da igual de qué talante, ideología o cualquiera otra cosa sea. El periódico de deportes prometerá ganar. El de  izquierdas  prometerá “izquierdas” y el de  derechas  “derechas”, y la hoja parroquial prometerá misas y letanías sin parar. Esta es la cuestión. Y puestos a suponer vamos a decir que instalados en el vastísimo patio de los mil millones de butacas del patio de un teatro democrático brutal, desde nuestros mil millones de butacas de votantes a secas, disfrutamos con toda comodidad de una tal pinochada, casi como niños, ingenua e inocentemente divertidos y pasándolo incluso bien, pero sobre todo mil millones de pares de narices normales fascinados por el otro, esos otros, esos otros cuantos “pinochos”, mil pares de narices prometiendo, mirando al cielo como picas de algún ejército victorioso que, por lo menos a mí, recuerdan al de Velázquez cuando lo de Breda en El Prado, solo que al revés, victoriosos y flamencos, narices como bosque de picas mirando al cielo.

Porque a nosotros, los mil millones de votantes a secas, nos gustan, como a todos los habitantes de la tierra, nos gustan las promesas. Y porque todo ser humano gusta de promesas, y particularmente hablando de nosotros votando a secas, nos mueven tan solo unos cuantos, cuatro, doscientos, mil a lo más, mil pares de narices, pinochos prometiendo sin parar, y por eso, decíamos, se nos ha ocurrido que también nosotros, tan avaros como somos de las promesas, y a mucha honra, que de ser humanos presumimos, podemos también prometer, vaya que si podemos. Y entonces, llegado el tiempo electoral de las narices, prometamos también nosotros, todo ese patio de butacas del teatro descomunal, todos a una prometiendo.

¿Prometiendo? ¿Prometiendo qué? ¿Qué puedes prometerme tú, qué desde tu butaca?, me dice un pinocho sin mirarme (no me conoce), me dice un pinocho seguro, seguro de ser conocido por mí (le conozco), seguro de tener todo ese patio, ámbito de todas las butacas y oscuro y agradecido, y repitiendo una y otra vez seguro ¿Qué puedes prometerme tú?

Y todos prometeremos entonces la única y decisiva cosa que podemos prometer: ¡Oye, pinocho, prometemos votar, pero nunca votarte a ti, botarate, prometedor de narices, “pinocho”, Comendador, que somos Fuenteovejuna, Señor, Señor!

Lo sentimos. Nos gusta Lope, Fuenteovejuna, Fuenteovejuna Señor, nos gusta esa democracia barroca, como puesta del revés, ese patio de butacas votando que no, votando al Comendador que no. Y ya verás, amigo mío, cómo se calla y no vuelves, dichoso, no vuelves a ver su nariz.

Fdo: Ángel Coronado

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