La editoria Rimpego edita nueva edición de "Los hijos de Jonás", de Avelino Hernández
La editorial Rimpego acaba de recibir la nueva edición de "Los hijos de Jonás", quizá la mejor obra de Avelino Hernández.
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En este caso ha sido enriquecida con un jugoso epílogo de Tomás Sánchez Santiago, uno de los buenos teóricos de la literatura española, y de un prólogo cariñoso de Luis Mateo Díez (Premio Cervantes).
La trama de esta novela se inicia con un presagio, en apariencia intranscendente, pero que a lo largo de las páginas condicionará la existencia de Jonás y sus siete hijos y desatará una
batalla para desactivar la absurda superstición que ha caído sobre la hermana.
“Guárdate de la gente, María. La gente cree cosas que son falsas, pero a fuerza de creerlas hacen que sean verdad”, le dice en un pasaje Blanca Aurelia, sin saber que también ella está sentenciada por parecidos augurios.
En ese espejo que levantan los veredictos de los otros se irán mirando uno a uno los protagonistas para enfrentarse a la inesperada deformación impuesta por la tribu: “Pero las gentes de Campo del Agua creían que, muerta la madre, ya no había Dios que amparara a los del Molino. Solo quedaba dejar que la devanadora del tiempo, implacable, fuera desmadejando el curso de sus días”.
El viejo molinero ─noble, hacendoso y valiente, pero aferrado a los usos y a la tierra─ derrocha esfuerzos para sacar adelante a la familia según sus principios: “Nada hemos podido daros; la salud… Pero mientras os calentéis a mi lumbre, en mi hogar, bajo mi techo, ninguno de vosotros aprenderá oficio que sirva para que le manden amos”. Estctitud choca con los hijos mayores que no ven ya futuro ni espacio: “En el Molino no hay mañana”. A lo que Jonás les responde: “No hay paraísos donde mane la leche”.
El tiempo pasa, las fuerzas menguan y el patriarca a ave cómo dos de sus hijos se pierden por el camino Real hacia un porvenir incierto, pero también se le concede el disfrute (pasajero) del triunfo: “¡Se hablará de los del Molino de Campo del Agua!”.
La narración, armada a base de concatenar versículos de poderosa evocación escenográfica, opera como una puntual maquinaria de relojería verbal.
Julio Llamazares ya aupó a Avelino Hernández a la condición de clásico de la literatura española, no sorprenda pues que en esta obra sintetice y sublime toda una tradición literaria.
Si el cerrado entorno rural nos hace recordar la asfixiante atmosfera de “Los pazos de Ulloa” (Emilia Pardo Bazán), las tensiones caciquiles asoman a la manera de Valle Inclán (“Romance de lobos”, “Divinas palabras”…), en el engaste del hombre con la naturaleza aparecen los resortes de Delibes (“El camino”, “Las ratas”, incluso “El disputado voto del señor Cayo”), en la pizca de tremendismo ─si bien fuera usado también por los ya citados de forma más compasiva, menos descarnada─ resuena la ópera prima de Cela, “La familia de Pascual Duarte”, y es imposible no divisar el ascendiente legendario de “su” Machado, el más soriano, el de “La tierra de Alvargonzález”.
Pero en un creador de la potencia intelectual de Avelino, con una concepción totalizadora de la literatura, esos influjos son las brisas que le permiten gobernar el relato.
Firme al timón para aprovechar todas las influencias sin asumir una sola deuda, trazará una de las más afortunadas singladuras literarias de nuestra lengua.
Lo dicho: un clásico.