El ciudadano atónito
Juana Largo reflexiona en este artículo de opinión sobre la vida de las clases más bajas de la sociedad, confiadas en que cambie el orden del mundo, que sigue regido por los poderosos.
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Rollamienta, un abrazo a los que se fueron
El ciudadano atónito
“La vida del fastuoso mundo de los nobles no es en realidad nada más que una continua y desesperada lucha contra el aburrimiento. La vida de las clases más bajas es una perpetua lucha contra la necesidad.” (Schopenhauer)
De este mundo que nos ha tocado vivir se podrán decir muchas cosas, razonadas o no, pero ahora era como si nos hubieran anunciado por los ordenadores, desde todas las fuentes, algo superior a los desastres naturales o humanos, una inmensa tormenta o tornado que podría llamarse con el nombre que fuera que le hubieran puesto algunos científicos que siempre nombran o intentan nombrar todo, sin duda para hacerse más cercana, racional y personal o inteligible, la naturaleza y la vida. Y, la verdad, la estábamos esperando, pertrechados y protegidos, con las puertas y las ventanas clavadas y habiendo metido los coches en donde pudiéramos, en las cocheras o en aquel refugio en el que no pudieran ser levantados por las aguas y el viento. Y lo peor era que era cierto, que la tormenta iba a darse, y, sobre todo, en nuestro país y en otros del Occidente. Al parecer la ominosa tormenta iba a cebarse con la zona occidental del globo y estaba nuestro país metido en tal espacio, lo que quería decir que iba a ser afectado, sin duda.
Luego llegó y no nos quedamos sorprendidos, puesto que siempre habíamos sido testigos de tormentas, aunque esta llegara a tener una virulencia mayor. Algunas personas, durante aquel lapso de tiempo, una noche entera, se durmieron y pudieron, al amanecer, ver que la tormenta había pasado, aunque por lo que nos quedamos sorprendidos no fue por ser una tamaña tormenta, sino por lo que vino después, una vez escampó.
Nos pudimos dar cuenta de que todo había cambiado, todo, desde las muchas casas que, con el viento y el agua, habían volado como cometas, hasta los aguaceros que se habían llevado árboles y parques e incluso levantado caminos, amén de haber inducido en toda la ciudad la destrucción de todo lo que estaba sobre la capa de la tierra… Todo había cambiado una vez se acabó la tormenta: el mundo al revés, no solo por los árboles y bosques enteros que volaban por el cielo sino por los coches que se habían descuidado y ahora también volaban como si fueran aves enloquecidas por el horizonte.
Aunque lo que se quiere contar era que el mundo estaba al revés no solo por estos fenómenos naturales, que algunos ciudadanos dirían que los había ocasionado la mano humana, con su violenta industrialización y hurto y explotación de lo que, en aquel año, quedaba de las zonas que llamábamos naturales. Evidentemente nada estaba libre ya de los empujes de las tempestades y, en efecto, como nos habíamos dado cuenta antes, todo provenía de una milenaria esquilmación a las diversas geografías que aun conservaban al menos un sustrato de no explotación y, como era natural también, a los centros urbanos, tal como ocurrió en nuestro país…
El mundo estaba al revés como si el mismísimo infierno, con agua, con aire, con lava, con fuego, con todas las catástrofes que se habían dado en la historia y que ahora se habían conjuntado y desatado, y, lo peor fue que recordábamos todos, las últimas elecciones para elegir un nuevo gobierno, en las que se había dado un resultado inesperado y un tanto oneroso. Las televisiones, prensa y redes no mentían: jamás se había dado en el país un resultado como aquel… Los ricos ayudando a los pobres, este mundo era el súmmum de la distopía y, encima, los estados nos hacían pagar impuestos a los que no tenían ni papel ni pluma. Ahora el paisaje urbano y de las diversas poblaciones, estaba deteriorado. Nadie podía hacer nada porque, según nos dijeron las autoridades, nosotros teníamos la culpa por votar a los ultrarricos.
Y algunos pensamos y nos enviamos mensajes, diciéndonos a nosotros mismos que qué nos iban a dar los ultrarricos, aparte de ostias, esos, los superricos, un buen cambio de sistema histórico, con eso que nos quedamos vapuleados viendo el verdadero infierno que ni los mejores profetas hubieran imaginado, además de que no nos acompañaban ni los curas, el apocalipsis había llegado y todos éramos culpables. Los sicoanalistas se forraron con los últimos ahorros.
La explicación más corriente que nos daban a todos, estos sicoanalistas, era que teníamos que apechugar con lo que había salido de las urnas, y, ante la pregunta de por qué habían salido esos resultados, los doctores nos decían que nos miráramos en los espejos.
Nos dimos cuenta de que toda la historia, incluso la de los momentos estelares emancipatorios, se había tirado a la basura y ahora nos íbamos a dar cuenta de que, al volcarse la historia, ya no parecía que pidiéramos por nuestras necesidades, sino por la fastuosidad tediosa de los caracteres de esos superricos que solo querían entretenerse con nosotros.
Tendríamos que cambiar las leyes, incluso las más viejas, para que los pueblos fueran burlados por esa clase social a la que, dado que aspirábamos todos, la habíamos votado, creyendo que todos podríamos ser grandes personajes de las finanzas y del ocio, de las modas y de las máquinas y que todos íbamos a salir en “Hola” y en las mejores revistas del mundo, porque, al votar eso, habíamos triunfado y ya no quedarían en el mundo pobres, lo que había sido toda la historia del mundo hasta que, hartos de la pobreza y de la menesterosidad, tuvimos la brillante idea de que, votando a los ricos y superricos llegaríamos a sortear de manera triunfante nuestra pobreza, la de todos los que habíamos estado debajo para que aquellas grandes fortunas tuvieran lugar. “Habíamos estado debajo”, pero ahora no íbamos a estar debajo.
He aquí por qué se desencadenó aquella tormenta. El orden del mundo, ahora, era ortodoxo y estaba bien. Como diría Vicente Aleixandre que decía, en un poema suyo, la serpiente: “El mundo está bien hecho”. Lo que ignorábamos era que el infierno estuviera tan cerca. En realidad, siempre había sido igual, para qué penar. Las tempestades se habían dado a través de todos los tiempos, la de ahora era una más, solo que percibida con otro sentido…
Fdo: Juana Largo