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TRIBUNA / Ese cerro, ese cerro...

Ángel Coronado incide en este artículo de opinión, con el Cerro de los Moros de fondo, en la diferencia entre aquello de lo que dice ser mío y de lo que decimos y dice ser nuestro. Parece poca pero no. Es mucha, más de la que parece. 

TRIBUNA / Ese cerro, ese cerro... 

La diferencia entre aquello de lo que digo ser mío y de lo que decimos y digo ser nuestro, parece poca pero no. Es mucha, más de la que parece. Esto me recuerda el cuento del ladrón. Era tan diestro el ladrón que sabía robar palabras. Empezó a entrenarse robando en canteras ajenas. Robaba palabras chinas. Pronto advirtió poco rentable el trabajo. Ni sabía chino ni quería saberlo. Así empezó a robarle al castellano (era de aquí) alguna palabra que otra. El cuento acaba cuando el ladrón muere. Tantas y tantas palabras hizo suyas el ladrón que, ya en poder de todas, la vida se le acabó de simple aburrimiento. Las últimas, las que todo el mundo pronuncia cuando muere, cayeron al vacío porque nadie, huérfanos de lengua y por lo tanto mudos, pudo entenderlas. El moribundo tampoco, que para nada estaba en ellas.

Como todo cuento, este cuento tiene truco. Primero porque ninguna lengua tiene un número exacto de palabras. Cuando muere una nacen tres y acto seguido sucede lo contrario, pero no exactamente lo contrario, y así no se puede saber ese número. La mejor definición de la palabra “diccionario” que conozco es la de ser algo necesariamente ordenado e incompleto. Así, como suena. Aparte de que solo conocemos diccionarios de lenguas, pero nada más que de lenguas. Se podrían hacer diccionarios de muchas cosas, porque hay muchas cosas de las que, al igual que de las lenguas, puedo y podemos decir que son mías y al tiempo nuestras.

¡Qué pesadez! Otra vez me topo con El Cerro de los Moros, pero es que puesto en esto de los diccionarios, con ese cerro se podría empezar el diccionario de cosas nuestras, de cosas de los sorianos y de nadie más que de los sorianos, pero también de cada uno de nosotros en particular. Con toda propiedad, cada soriano, y yo mismo entre ellos, puedo decir que El Cerro de los Moros es mío al tiempo que de todos

Y si cambio en esto lo de Soria y lo del Cerro por lo de Nueva York y la estatua de la Libertad, igual. Y lo del Cerro de los Ángeles y Madrid, pues igual. Y lo de la Torre Eiffel y París pues igual. Y lo de las pirámides de Guiza y El Cairo pues igual, y lo del agua de mi pueblo la mejor del mundo y mi pueblo pues igual, y lo de tal y tal pues igual todo el rato. Y por los siglos de los siglos amén.

Con esto ya me voy acercando al punto, que me lo veo venir. La que se organizaría en Manhattan si alguien cambiase la antorcha por, qué se yo, por cualquier otra cosa, por una espada, por una bandera, por un helado de cucurucho, qué se yo, por una enorme piruleta, si alguien, subido a todo lo alto de la estatua de la Libertad cambiase lo que ahora lleva, creo que un pedazo de antorcha descomunal, por otra cosa cualquiera, que da igual una que otra. La que se organizaría en Manhattan. ¿Y si el impostor fuese, además, de Texas? ¿Y si fuese, imagínenselo, un senador, un ministro? ¿Y si fuese el propio presidente de los Estados Unidos de Norteamérica? ¡La que se organizaría en Manhattan! Me gustaría estar por allí para verlo. Me gustaría ser periodista. Me gustaría preguntar a cualquiera por la calle, irme preguntando por Central Park y por la Quinta Avenida, a cualquiera.

Mire Ud. Me da igual si el presidente o el granjero de Texas. Esto es un asunto nuestro y entre nosotros, por las buenas o por las malas, lo resolvemos. Hasta eso llegamos. Todos los neoyorkinos de acuerdo en eso. Ser neoyorkino es eso. Eso precisamente. Eso y nada más ni menos que eso. Porque si entre la antorcha que digo mía y la que decimos nuestra hubiese diferencia, en esa diferencia se podría meter cualquiera. Pero mire Ud., esa diferencia no existe. Y además le voy a decir a Ud., algo. Se dice, se ha corrido la voz de que, ya en los mismos hombros de la estatua, escalando hacia lo más alto brazo arriba, como quien dice ya entorchado, se ha reconocido a uno de los nuestros.

Me quedo de piedra pero sigo escuchando con el micrófono, el block y el boli en la mano. Y no entiendo nada porque, además, unos potentísimos altavoces se abren paso entre los mil y un sonidos y ruidos de aquella mañana bulliciosa y neoyorkina. El trepa, identificado como uno de los nuestros en el decir de los de allí, ya en lo alto a imagen y semejanza de qué otra cosa sino antorcha, dice que la quita para poner otra cosa porque un experto del Estado Federal de no sé qué ministerio ha dicho que la Estatua de la Libertad, tan hermosa, no sufre merma de su hermosura si en su mano derecha, no, la izquierda, no me acuerdo bien, que con esto me pasa igual que con los leones de La Cibeles, que nunca sé si el de la izquierda mira para otro lado, pero no me importa, porque madrileño, solo noto eso si viene alguien y me lo cambia o nos lo cambia, si en su mano derecha, decía, levanta eso en lugar de antorcha.

Recupero la elasticidad propia de la carne con el hueso. Me abandona la rigidez de piedra. ¿Qué por qué? Pues porque lo tengo claro. Sigo preguntando al mismo señor y apunto en mi block que todos los demás (se ha formado un corrillo a nuestro alrededor) asienten. Me contesta que, en efecto, se dice del trepa ser uno de los nuestros. Mire Ud., dice, lo tengo claro, ese trepa no es de los nuestros. Quizá lo fuese, pero no lo es. Trepas, mentirosos y trapaceros siempre los hubo, pero neoyorkinos de verdad también. Y en estos tiempos que corren ahora, eso vale.

Me despido. Le digo adiós. Me quedo pensando en eso de los leones de La Cibeles. ¡Qué desdicha! ¡Que tenga que venir el trepa que te los cambie para enterarte de lo que tienes! Me cojo el metro y me voy a La Cibeles. Me aprendo de memoria los leones. Y no lo puedo remediar. Me vuelvo a casa pensando en la pata derecha del león izquierdo. La hubiese puesto mejor. No me gusta esa pata. Para no repetir otra vez todo esto, no lo repito, pero iré terminando como empecé:  La diferencia entre aquello de lo que digo ser mío y de lo que decimos y digo ser nuestro, parece poca pero no. Es mucha, más de la que parece. Y en esa diferencia, repito, se podría colar cualquiera.

¿Cerrar filas?

Naturalmente, pero no de cualquier forma: Fuera trepas y dejemos la pata de la bestia como está. Eso lo primero. Y lo segundo: dejemos esa pata como está y luego fuera trepas. Lo tercero viene solo: a la universidad con ellos y que aprendan.

Fdo: Ángel Coronado

 

 

 

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