El apagavelas
Ángel Coronado incide en este artículo de opinión en las cosas que ha supuesto el apagón eléctrico en la vida de los españoles, que se han encontrado que sin dinero en metálico en el bolsillo, lo tenían más complicado para sortear la jornada.
Apagón a la dignidad de los españoles
El ciudadano Francisco
El apagavelas
Mejor apagavelas que apagón. Desde que el apagón nos vino a alumbrar la tragedia de no tener dinero suelto en el bolsillo, preferimos decir “apagavelas” antes que “apagón.
Solo entonces, justo ahora, apenas repuesto del susto multifuncional y siniestro del apagavelas, hemos podido advertir el verdadero sentido de llevar en el bolsillo calderilla o de tener algunos billetitos debajo de la almohada.
Y no solo eso, sino el comprobar cómo un insidioso diminutivo (de dinero a “dinerillo”, de caldero a “calderilla”, de bolso a “bolsillo”, de billete a “billetillo”) se ha colado polizón donde no le corresponde ni debe, o como un banco (digo el banco Santander como podría decir el BBVA o el antiguo Rothschild que ahora no sé cómo se llama), como cualquier banco (en eso todos los bancos de acuerdo), quieren suprimir ese dinerillo, esa calderilla, esos billetitos de las ciento y una y pico maneras mejores de hacerlo (ese dinerillo puede ser, en efecto negro, como los guantes pueden ser también efectivamente negros, pero señores bancos, los guantes pueden ser también blancos, ojo a los guantes blancos, señores bancos).
Las llamadas “cuentas corrientes” están desde hace un tiempo sentenciadas a muerte. Se las sigue llamando así, pero su nombre no se corresponde ya con lo que son. Si allá en el paraíso apareciese una cuenta corriente ante Adán y su Hacedor después de haber aparecido un elefante y haberle adjudicado su correspondiente nombre, el Supremo Hacedor le hubiese dicho a su hijo predilecto: “Mira, hijo, eso es una mierda a punto de desaparecer”
Hubo un tiempo, corrían por entonces los que podrán parecernos lejanos sin serlo, los tiempos del presidente norteamericano Clinton y de Hillary, tan unidos en eso de la política (sin olvidarnos, por otras razones de la pobre Mónica Lewinsky) cuando Billy decretó que el dinerito depositado en los bancos para mayor seguridad de sus propietarios se fundiese, nunca mejor dicho, se fundiese con esa otra masa de dinero propiedad del banco y destinada a colaborar con el ciudadano emprendedor que lo necesitase, esto es, con la masa de dinero destinada a ayudar al necesitado (la Banca Vaticana que quiso el “ciudadano Francisco” y se quedó con la gana), como si fundiendo esas dos masas de dinero, como si para remediar al color amarillo de su amarillez se le mezclase con el azul para remediar en éste su azulada belleza, no se quisiese otra cosa que obtener otro maravilloso color, el verde, obviando, esto es, olvidando aposta, mirando para otro lado, o vaya usted a saber por qué, como si con ello íbamos a perder el amarillo y de aquí en adelante todo sería verde, óigame usted, verde que te quiero, verde, una eterna primavera.
Luego ya vendrán los guantes blancos a ponerle remedio a todo, que con ayuda de unas gafas de sol adecuadas, todo podría verse nuevamente azul, un cielo, y al amarillo, esto es, al dinerillo, a la calderilla y al billetito en el bolsillo o debajo de la almohada, que les den por ahí, dicho sea con educación.
Enciendan ustedes la luz. Hasta los de Cañada Honda lo podrán hacer por fin gracias al apagón, y que Dios nos oiga, que no hay mal que por bien no venga. Pero como también es cierto eso de que me quiten lo “bailao”, vayan ustedes agarrándose a donde puedan, que se avecinan curvas.
La primera curva, que bien agarrados ni notaremos, es lo bien que se puede llegar a vivir sin calderilla. Lo bien que podremos vivir sin necesitar ser o sentirnos que somos como pequeños banquitos dueños de nuestros dineritos bien guardaditos en nuestra carterita o en esa camita en la que tan bien nos metemos para dormir tranquilos. Los grandes tiburones ya se están pegando dentelladas unos a otros porque ya se comieron a las merluzas, a las lubinas, a los atunes y a los rodaballos, y mientras miran de reojo por si otro tiburón, se han fijado en usted, en su dinerito, en su calderilla, en su bolsillo sin más. Y se lo quieren quitar. Se han puesto unos guantes blancos y se están acercando a usted como el lobo feroz en el cuento de caperucita.
Caperucita. Óigame usted, por favor. No se haga usted la buenecita y no le pregunte usted a su abuelita por esos dientes tan grandes y por ese morro. Deje usted sus fresas o cómaselas. Llame a su amigo el cazador, acérquese usted con él a la casa de su abuelita y déjese de sus dientes, que de sus dientes, la escopeta de su amigo el cazador tanto como al revés, la escopeta de los dientes, ya verán entre ellos la mejor solución.
Odiamos las moralejas, pero es que Caperucita nos parece un poco tonta, y a los tontos y a las tontas hay que decirles las cosas de una forma especial que se parece, sin serlo, a una moraleja.
Nos parece un poco tonto empezar a buscarle al mercado la razón por la cual siempre busca el mayor beneficio (aún a fuerza de apagones), tan tonto como tonta caperucita.
Ya nos lo dijo Rato hace bastante rato: “Es el mercado, amigo”
Fdo: Ángel Coronado