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TRIBUNA / La naturaleza

Ángel Coronado reflexiona en este artículo de opinión sobre el concepto de naturaleza y el volcán de incertidumbres en el que vive el ser humano

TRIBUNA / La naturaleza

Las dificultades del llegar a saber suelen resolverse (a veces) con otra cosa que no está hecha para eso. Es como si para clavar un clavo sin el martillo lo clavases dándole, yo que se, con una bombilla, o con un tenedor, o peor aún, con los puños o la cabeza.

Lo más frecuente, y lo más cómodo, es suponer que se sabe. Y lo más peligroso también, porque por otra parte, suponer es algo que siempre se necesita, tanto como el martillo, como el saber, el tenedor o la bombilla. Y si consideramos además que a veces se sabe sin saber que se sabe y lógicamente nos ponemos a suponerlo, resulta que lo supuesto se superpone a lo supuestamente sabido y entonces sobreviene un estado de confusión tanto más irremediable cuanto incapacidad de resolver la cuestión, que queda dentro soterrada como una bomba antigua sin explotar. Tal es el origen, o uno de los orígenes más frecuentes de la contradicción.

Y esto no es una cosa mala que pase tan solo a veces. Lo bueno es que pasa cada dos por tres aunque cada tres por dos, digo yo, ni nos enteremos.

Nadie se entera ni sabe lo que se dice cuando, por ejemplo, se dice que el estudio del latín o del griego, de la filosofía o de la historia, del arte o de la gramática no es útil, o sí lo es, o vamos a probar como si lo fuera o como si no, porque sabemos o suponemos que de ser esto así no es lo mismo que de ser esto de la otra manera. Quitaremos el griego para darle doble al latín, pero fuera el gallego, que del galaico - portugués ya ni nos acordamos. A Platón que le den, y que nadie me diga lo del martillo, que por menos de un euro tengo super- gloo que lo deja todo niquelado.

Y si acaso algún día nos nombrasen capitanes generales de la cosa educativa, yo diría que no. Yo diría que sí, pero que no hasta que alguien me dijese (o nosotros mismos llegásemos a saber o por lo menos suponer lo que se quiera decir), hasta cuando alguien nos dijese siquiera una sola palabra, de las de nuestro idioma o de otro cualquiera pero siendo esa palabra, por favor lo pedimos, la palabra “naturaleza”. Y para no esperar, que tenemos prisa, a nosotros mismos nos decimos que queremos hablar de la “naturaleza”.

La Naturaleza, sí, la misma cosa que tan tranquilamente se puede escribir con esa mayúscula inicial como sin ella, responde sin que por ello tampoco se la mueva un pelo, tanto a esa imponente cadena de altísimos picachos a la que llamamos Himalaya tanto como al levísimo picorcillo que ahora mismo siento por la zona interior y profunda de la nariz sin saber si todo acabará en la violenta explosión de un estornudo. Y pese a todo seguimos viviendo tan tranquilos, sin que pelo alguno se nos mueva, sobre tal volcán de incertidumbres. Y tenemos que reconocer, nos guste o no, que gracias a que solemos suponer lo que no sabemos, nos ponemos a clavar clavos golpeando su cabeza con una bombilla o con nuestra propia cabeza sin que por ello se nos mueva ese pelo al que antes hemos aludido.

Yo nunca hago eso, Papá.

¡Calla, niño! ¡Estamos hablando entre mayores! En estos casos en los que correteamos entre cosas tan vastas y generales nos gusta descender al detalle concreto sin abandonar ese finísimo hilo de seda natural (otra vez la naturaleza) que les une. Ya desciendo. Hemos llegado al detalle. Como paracaidistas tocamos tierra y agarrados a nuestro fusil, corremos. Cinco proyectiles en nuestra íntima recámara: ver, oír, oler, gustar y tocar. Al cinto una pistola con otros cinco más íntimos aun; mirar, escuchar, olfatear, paladear y acariciar. La mochila, el camuflaje, las botas. De una patada en la puerta, la derribamos. Nadie. Nada. Otro fusil, otra pistola, otros proyectiles, otras balas, la mochila, el camuflaje, las botas, la puerta, la casa. Nadie, Nada. Y así todos los fusiles. Y así en todas las casas. Y así Todos, Nadie. Y así Todo, Nada.

Llega la victoria. Llegan las medallas, las vemos, las miramos las tocamos y las acariciamos y prendidas, bien prendidas en el pecho, las desfilamos al paso de la oca y con la cabra.

Yo no, dice un señor. Y en el paseo de la Castellana, en ese día, el de la Victoria, menos. Yo ni en mi casa.

¿Y en el cuarto de baño tampoco, papá?

¡Calla, niño! ¡Y no te hagas pis en la cama!

Fdo: Ángel Coronado

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