José Luis Chain, con "almas sanjuaneras", gana el LIII Certamen Literario "Toro de Plata"
José Luis Chain García ha ganado el LIII Certamen Literario "Toro de Plata", que organiza la peña El Cuadro. Puede leer el relato ganador a continuación
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Almas sanjuaneras
Una brisa mayeaba impregnando el ambiente con aromas a pan recién horneado y vino añejo, como si los siglos hubieran querido colarse por rendijas de vida entre las calles de Soria, para anunciar que otro milagro estaba a punto de brotar; un año más, ese ciclo vital surgía de su letargo para hacer olvidar a las gentes sorianas, por un breve espacio de tiempo, sus pesares, murria y tedio invernal.
Renacía, en refulgente mañana, otro primer domingo de mayo. Flotaban en el recuerdo viejas coplas que se volvían a sentir; campanas se oían tañendo, anunciando que las cuadrillas inauguraban el jaleo. Ayer, como hoy, el sol se filtraba entre el arbolado de la Dehesa, pintando destellos sobre el verdor y el colorido de sus perfumados jardines.
En esa evocadora matinal, la campana de la Audiencia marcaba las horas, como un latir antiguo. En cada barrio, las doce cuadrillas se preparaban para vivir -en la tarde- un renovado Catapán; ese genuino acto sanjuanero donde el vecindario acepta, aprueba cuentas y actas de fiestas pasadas y, antes de bailar, catar pan, bacalao y vino, los nuevos Jurados proclaman, a voz en grito, preguntando ritualmente a los convecinos presentes si quieren Fiestas de San Juan. Y así será, una y otra vez en esta fecha tan esperada, como aclamada a cada anualidad vencida…
En matutino pasear, por una de las calles empedradas, de la Soria histórica, con el paso algo más lento que antaño, pero con la ilusión intacta, caminaba Dióscoro, sorianísimo de cuna, de mirada firme y corazón templado por la edad, que había regresado a su ciudad natal después de décadas de ausencia. Sus pasos no eran solo de retorno, eran de reencuentro con una parte de sí mismo que había dejado atrás entre los soportales de El Collado y los bailes y cánticos de las cuadrillas. ¡Cuántos y buenos recuerdos!
Llegada la tarde, en su antiguo barrio, como en las demás cuadrillas, se palpaba la algarabía. El nuevo Jurado y la Jurada, recién aceptados, eran vitoreados por los vecinos.
El ambiente era pura emoción: charangas, gaiteros, abrazos, brindis, voces firmes clamando promesas de júbilo, inundaban la ciudad…
Y allí, entre el gentío, Catalina. Ella también había vuelto, con los ojos brillantes y la elegancia sencilla de quien ha vivido mucho, pero no ha perdido el alma. Se acercó al local de la cuadrilla con un gesto curioso, sin saber que el destino, ese viejo caprichoso, ya había abierto el portón de los sustos para una faena inesperada.
—¿Dióscoro? —preguntó, con una voz que sonó como una sanjuanera murmurada al oído.
Él giró, sorprendido, y el mundo se detuvo por un instante.
—Catalina… ¡por San Saturio! —dijo él, sonriendo con un brillo que no era solo del sol.
Habían sido jóvenes una vez, durante unos sanjuanes inolvidables. Se juraron amor eterno bailando al ritmo de gaiteros en Valonsadero y en Las Bailas, junto al Duero, pero la vida, con sus mudanzas y silencios, los había separado. Cada uno formó su familia lejos de Soria, en lugares tan lejanos como dispares, pero la fuerza de la sangre y el recuerdo de aquellas fiestas permanecían como una lumbre encendida, en lo hondo de sus pechos.
—¿También has vuelto? —preguntó él.
—Sí. Desde que faltó mi esposo, pensé que debía volver al origen. Y tú…
—He traído a mi familia para que vean de dónde venimos. Y, sobre todo, para que vivan San Juan, como debe vivirse: con respeto, con emoción, con conocimiento, con alma…
Ambos se miraron y rieron. El Catapán seguía su curso, con su bullicio festivo, los brindis, los bailes improvisados y las primeras sanjuaneras resonando desde las gaitas y tamboriles del barrio. Pero ellos ya no eran solo dos viejos conocidos que se reencontraban, sino las raíces de algo que aún no sabían que crecería.
Dióscoro sacó de su bolsillo un pañuelo blanco, como los de antaño.
—¿Te acuerdas? —le dijo, mostrándoselo.
Catalina asintió con nostalgia.
—No se olvida lo que se vive con el alma.
Y allí, entre risas, nació no solo un reencuentro, sino una promesa silenciosa: la de transmitir a sus nietos el fuego de las Fiestas de San Juan, para que ese espíritu —único, soriano, eterno— no se perdiera jamás.
Las Fiestas de San Juan, en Soria, no son solo días marcados en el calendario. Son una herencia viva que se transmite entre miradas yabrazos, entre cuadrillas, ritos, pasodobles, sanjuaneras y pañuelos; entre toros bravos y voces que cantan y cantan tradición…
Para Dióscoro, regresar al Catapán fue como abrir un cofre continente de su juventud olvidada. Recordó el pan y el bacalao, el vino que sabe a origen, y, sobre todo, el murmullo colectivo de un barrio que había vuelto a gritar: ¡Sí, queremos fiestas de San Juan!
Catalina, por su parte, volvía con su nieta Lucía. Le hablaba del respeto a la tradición, de los usos y costumbres, de los libros de cuadrilla, de los santos titulares, de las cartelas, de los jurados y cuatros, del secretario, del bastón, que no es símbolo de poder sino de entrega. “Las fiestas se dan, no se mandan”, le solía apostillar.
Al fin, los reencontrados viejos amigos, otrora pretendientes, se despidieron, plenos de alegría y cierta nostalgia, pero se emplazaron para seguir viviendo estas nuevas experiencias que aventuraban algo maravilloso.
Llegó la Compra del Toro, y las familias se juntaron. Todos se vieron envueltos en un mar de color y romería… Dióscoro canturreó a Catalina, recordando su canción: En la fiesta de la compra de los toros, esa tarde que bailé en Valonsadero, a una bella señorita de ojos moros, yo le dije tú serás mi amor primero.
En Valonsadero, Diego —nieto de Dióscoro— vio por primera vez a Lucía. Ella estaba bailando y reía mientras sonaba, en la voz ronca de unos añosos peñistas: Nuestra Peña es El Cuadro, una Peña sin igual, porque nunca nos cansamos de saltar y de bailar.
Los ojos de Diego se detuvieron en ella como quien encuentra una canción conocida. Desde otro grupo, esta vez de jóvenes, se replicaba: Aquí está la Poca Pena con su garbo y buen humor, vuele al aire el pasodoble, la canción de España de gracia y color.
Lucía y Diego, desde ese instante, ya se habían robado el corazón.
De tal guisa, de tal embeleso, fue que, ambos jóvenes, cada cual por su camino, habían decidido integrarse en las fiestas de sus abuelos, partiendo desde dentro de una peña… Las vivencias de aquella tarde habían cautivado sus sentidos.
Y, por fin, sonó El Pregón de fiestas. Desde el balcón del Ayuntamiento, se prendió la mecha de la emoción. Catalina sintió un escalofrío: volvía a latir dentro de las fiestas, no solo a observarlas. Dióscoro no cabía en sí de gozo y emoción; el retorno a las raíces de la fiesta estaba mereciendo mucho la pena…
La Saca llegó con estruendo y bravura. Diego, atónito, vio estallar el bullicio del festejo; justo a medio día, con el sol en todo lo alto, los toros desde Cañada Honda, liberados al abrirse el portón, y abriéndose paso entre la multitud, al galope, arropados por un gentío, multicolor y sin igual, tanto a caballo como a peón, ya iban camino de San Millán.
Entre empujones, polvo y cánticos, Diego encontró la mano de Lucía. Apretó sin hablar. Ella no soltó. ¿Se repetiría la bella historia de sus abuelos?
El Viernes de Toros lo vivieron en los palcos de sus peñas. Diego, en la Poca Pena, recordó las explicaciones de su abuelo Dióscoro, que había inculcado a su nieto la bravura, sí, pero también la nobleza del animal, el rito sacrificial y, sobre todo, el respeto por la víctima propiciatoria. Y Lucía, desde su peña El Cuadro, evocó el susurro de su abuela Catalina. “Esto no es espectáculo, es memoria viva.”
A la salida de los toros, los dos muchachos se volvieron a juntar. A ratos, con cada peña, se integraron en las rondas, hasta que, de la mano, se perdieron siguiendo los sones de una cuadrilla, que pasacalleaba hacia su local.
A la mañana siguiente, Diego acompañó a Dióscoro a recoger la tajada en crudo; otro tanto hizo Lucía con Catalina. Por la tarde, los Agés, rebosantes de charangas y vino, fueron el escenario del primer beso. Entre risas, Diego tarareaba: Y en la bota llevamos un vino nuclear, que con un solo trago tú te pones a saltar.
Lucía, con los ojos chispeantes, le respondió como la abuela le había enseñado: Cinco días sin pensar en separarnos, disfrutando de las fiestas sanjuaneras.
Amaneció el día grande. Bajo un sol destellante, que con su luz mostró la hermosura de la inmensa rosaleda, hasta la Alameda, que lucía arrebatadora en este Domingo de Calderas, subieron desde la Plaza Mayor las cuadrillas con sus calderas.
Soria engalanada, orgullo de cuadrillas. Catalina y Dióscoro se miraron. Las palabras fueron pocas, las sonrisas de complicidad muy generosas.
Los abuelos explican a los nietos que las cuadrillas desfilan con sus calderas para cumplir con el rito más tradicional, que, tras la típica prueba por la Autoridad, todo el vecindario alegre y jovial recibe su parte: el vino y el pan. Los jóvenes ardían en deseos de verse en ese lugar. El sentimiento cuadrillero iba en aumento; cada vez más, Lucía y Diego abrazaban la idea de ser protagonistas, en primeras personas, de las fiestas…
Por algo será que, en este día de gran esplendor, las gentes cantan: No hay en España, ni habrá, ni en España, ni en el mundo, otras fiestas de más rumbo que las nuestras de San Juan.
Van concluyendo los sanjuanes. En la mañana del lunes todo es espiritualidad; ceremonial desfile de las cuadrillas con sus santos titulares hasta la Ermita de La Soledad, en las entrañas de la Alameda. Catalina y Dióscoro se encargan de relatarles a los chicos cuál es el protocolo del día.
La tarde del lunes, lunes de San Juan… En la pradera de San Polo, en Las Bailas, que es romance de un cantar, Diego y Lucía, entre canciones sanjuaneras, alzaron sus pañuelos y el Duero fue testigo de esta promesa: Él le dijo: ¿Y si algún día somos jurados? Y ella contestó:
¿Nos lo prometemos y mañana se verá? Y el acuerdo con un beso se selló.
Martes a escuela. Catalina tomó la mano de Lucía. Dióscoro, al otro lado, miró a Diego. El ciclo se cerraba con gratitud. La joven pareja, en el Ayuntamiento, quedó apuntada para ser jurados de las próximas Fiestas de San Juan.
Al final, las fiestas no pasan, se siembran. Y en los nietos, como los toros que vuelven al ruedo reafirmando su existir, vive lo que un día otros nos enseñaron y nosotros tenemos que transmitir…
Diego, mirando a los ojos de su amada, con voz firme le cantó: En mi vida sencilla y feliz, en mi vida tres cariños hay: tu cariño chiquilla, sí sí, tu cariño, mi Soria y San Juan.
La Soria de los abuelos, las Fiestas de San Juan, su embrujo, citaron a un nuevo cupido que disparó su flecha, porque no son falsos ni livianos, fugaces ni volanderos, que son firmes y constantes los amores sanjuaneros.