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RELATOS/ Los niños son la cantera

Raúl Marco Blanco, con "Los niños son la cantera", ha conseguido el segundo premio en el II Certamen de Relatos promovido por el Ayuntamiento de Golmayo. Puedes leer el relato a continuación.

RELATOS/ Los niños son la cantera

Lo primero que vi fue a un risueño anciano que portaba cincel y punzón gastados en sus trabajadas manos.
Escuchaba el resonar del metal contra la dura piedra que hacía saltar, juguetonas, unas chispas de colores calientes en aquella gélida mañana del veintidós de diciembre.
Me quedé embelesado viendo aquella actividad, que jamás había contemplado in situ. Había oído hablar acerca de ella a mis abuelos, a mis padres y familiares. Pero como casi todas las cosas en la vida… no es lo mismo verlo, a que te lo cuenten.
De repente, el ruido del trabajo cesó y Fortu, que así se hacía llamar el anciano, se giró hacia mí y me miró con ternura. Yo devolví en mis labios la sincera sonrisa que él me mostraba y le acerqué una botella de agua que anteriormente había ido a llenar a la fuente del pueblo. Una fuente que, por cierto, tenía marcas de canteros orgullosos de su trabajo y de su localidad.
- ¡Muchas gracias! – me dijo sinceramente mientras alargaba su mano hacia el recipiente.
- ¿Qué estás haciendo? – Le pregunté con la inocente curiosidad de un niño de 8 años.
- Estoy dando forma a esta hermosa piedra… ¡veremos lo que sale!- y rió a carcajadas.
Yo ya había visto piedras talladas y trabajadas. Pero nunca había visto el proceso que llevaba a una simple piedra a una obra de arte. Así que, viendo aquel trozo de roca, no alcanzaba a divisar nada que pudiese parecerse a las bellas esculturas que había visto ya terminadas.
- Sé lo que estás pensando- me dijo- crees que no seré capaz de dar forma a esta roca – y volvió a reír mientras me miraba con dulzura- Pásate dentro de un mes y verás que el alma de esta roca saldrá a la luz. Verás lo maravilloso que tiene dentro.
Un poco ruborizado, tras haber descubierto Fortu mis pensamientos, cogí la bici y fui hasta la sierra de San Marcos donde me encantaba subir cuando se ponía el sol y
coloreaba de tonos rojizos y amarillos el pueblo donde pasaba mis vacaciones de verano y en este año también las de Navidad.
Pensé en lo bonito que se veía el pueblo con sus casas de piedra. Piedra sacada de la cantera. Piedra que pasaba de ser eso, piedra, a un hogar, a un espacio común para reuniones, a formar maravillas escultóricas.
Desde ese mismo instante no pude ver con los mismos ojos las construcciones que me rodeaban. Sabía que todas ellas tenían el alma de la montaña donde un día estuvieron, pacientes, esperando su momento, las rocas que las constituían. Esas construcciones tenían alma. El alma de la naturaleza cercana que se hacía parte de la vida mundana.
En eso divagaba cuando me di cuenta que era ya tarde. La luz rojiza dejaba paso ya al brillo de la Luna. Así que cogí la bicicleta y bajé hasta la casa de mis abuelos. Era la misma casa que había dejado unas horas antes de salir a jugar con mis amigos. Pero me pareció distinta. Observé las piedras que formaban sus paredes y me di cuenta que ninguna era igual.
Entré en casa y saludé a mis abuelos.
- ¡Buenas noches!
- ¡Buenas noches! Se te ha hecho un poco tarde hoy. – Dijo mi abuela.
- ¡Deja al chico que disfrute! En el pueblo el tiempo pasa despacio pero, cuando te quieres dar cuenta… ¡se ha acabado el día! – Dijo mi abuelo mientras me guiñaba el ojo de forma cómplice.
- Voy a lavarme las manos para cenar. Que luego he quedado con los amigos para jugar a la patada del bote en la plaza. – Y subí rápidamente al baño para no dar opción a la reprimenda de mi abuela por ese comentario.
En la cena mi abuela no paró de decirme lo delgado que estaba. Ya sabéis que para las abuelas la comida que engulles nunca es suficiente. Parece que estén cebando a un cerdo para san Martín. Pero todo ello es suplido con el inmenso cariño e intención que preparan las cosas. Y, por qué no decirlo, no hay nada más sabroso que las comidas de las abuelas.
Ese día había torrenillos para cenar, acompañados de huevos de las gallinas del corral.
Cené lo más rápido que pude para ir cuanto antes a la plaza.
Llegué el primero. Como me aburría de esperar, empecé a observar la fuente. Me llamó la atención una marca que tenía una de sus piedras. Era como una especie de tortuga. Estaba empezando a abrir los ojos y veía el alma de los canteros en sus obras.
A las diez y media, ni un minuto antes ni un minuto después, llegué a casa. Era la hora impuesta por mis abuelos y por lo que parecía la de todos los abuelos del resto del pueblo.
A la mañana siguiente fuimos a ver mis primos de Villabuena. En el camino paramos a saludar a los familiares de Carbonera. Era como una pieza de museo que tenía que ser enseñada cada vez que llegaba al pueblo. No me molestaba en absoluto pero, sinceramente, preferiría estar con mis primos y amigos.
Al llegar a Villabuena y tras el habitual ritual de besos, abrazos, frases típicas <qué grande estás>, < cada día estás más guapo>… y muchas más que me da vergüenza decir, salí a jugar con mis primos al pórtico de la iglesia. Hacía frío en esas fechas y allí nos resguardábamos del viento.
Jugamos a ser investigadores. Y yo les dije que había visto una marca en la fuente de Golmayo que era parecida a una tortuga. Alejandro, que así se llamaba mi primo de Barcelona, dijo que a él le parecía haber visto una tortuga también en una piedra de la iglesia. Así que repasamos las piedras una a una hasta que vimos la tortuga tallada.
Como buenos investigadores, fuimos por todo el pueblo a ver si encontrábamos más tortugas en las piedras de las casas, en las fuentes, en el frontón… pero nada de nada.
Tras pasar una mañana divertida con mis primos llegó la hora de comer. Y tras la comida, la siesta que, aunque no quisieras, era obligatoria. Nosotros preferiríamos salir a jugar aunque hiciese frío en esa época del año. Pero nuestras protestas fueron acalladas cuando nos dijeron que pronto saldríamos de excursión para aprovechar la luz del día.
Me desperté el primero. No habrían pasado ni veinte minutos. Desperté a mis primos y junto a ellos bajamos a la cocina donde los adultos estaban de sobremesa junto a la chimenea. Siempre me había gustado la cocina de esa casa. En Villabuena había muchas cocinas parecidas. Tenía un techo donde se
advertía un agujero. Vamos que, la cocina en sí, era una chimenea gigante. Se hacía la lumbre en el suelo y el humo salía por el techo. Las partes más altas de la pared se teñían de negro. En ellas había colgados jamones, chorizos, lomos, salchichones…que se secaban al humo.
Mis tíos dijeron que íbamos a ir al “Ojo”, que es una fuente manantial donde mana agua.
Nos pusimos en marcha. Nos abrigamos bien, pese a que era un día soleado y bajamos hasta el río. Pasamos por dos charcas y vimos una ermita que estaba medio derruida. Mi tío dijo que ahí íbamos a parar a echar un trago de agua de las cantimploras. Nosotros aprovechamos para investigar entre las ruinas. ¡Qué bien se los pasa uno en los pueblos! Y preguntamos a mi tía que qué era esa construcción.
– Las ruinas de la ermita de san Bartolo. - nos dijo- Por aquí ya hace mucho tiempo que vivían seres humanos. De hecho dicen que podéis encontrar fósiles petrificados.
- ¡Fósiles petrificados! - pensé en voz alta- ¡Madre mía!
Las palabras de mi tía nos llenaron de ilusión. Reanudamos el camino y fuimos todo el rato mirando las piedras que encontrábamos. Cada vez que veíamos algo diferente en alguna de ellas se las enseñábamos a mi tía. Estaba claro que se cansó ella antes que nosotros de ese juego.
Para que no siguiéramos dándole la tabarra nos prometió que nos enseñaría un lugar muy especial donde encontraríamos alguna piedra con alguna señal.
– Mañana os llevaré a un lugar en el que la gente busca piedras con marcas especiales -nos prometió.
Llegamos hasta la fuente del Ojo. Merendamos chorizo del que secaban al humo. No os podéis imaginar lo diferente que sabe al que hay en mi ciudad. Es como si fuese otro tipo de embutido. Bebimos un poco de agua del manantial y reanudamos la marcha para volver aún con luz hasta el pueblo.
Al llegar no nos dio tiempo ya a jugar más. Pero con la promesa de mi tía, sabíamos que pronto volveríamos a estar juntos, nada más y nada menos… que para ¡buscar piedras especiales!
Monté en el coche y llegué a Golmayo. Esa noche no pude salir a jugar ya que de las emociones y el cansancio del paseo me quedé dormido justo después de cenar.
Nada más despertarme bajé al salón donde ya estaban despiertos mis abuelos. Pensaba que había madrugado pero, por el trajín que había en la casa, supuse que se habrían levantado mucho antes que yo. Se veía la cesta con huevos frescos recién cogidos, el desayuno preparado, cacerolas que olían a lo que sería la comida de ese día y ¡solo eran las nueve de la mañana!
Tras acabar de desayunar, ducharme y vestirme le dije a mi abuela que si podía llamar a mis primos. Ella me dijo que sí. Pero que esperara un poco por si no se habían despertado aún.
Mi abuelo me dijo que le acompañara a dar un paseo para hacer tiempo. Accedí encantado. Me gustaban mucho las historias que él me contaba, con sus respectivas anécdotas, sobre lo que se hacía en el pueblo.
Ese día me habló de un yacimiento paleontológico.
- “Los Caños”, así se llama el lugar donde los dinosaurios dejaron su huella en este territorio. ¡No ha llovido desde que andaban por estos lugares!- dijo mi abuelo.
- ¿Y cómo eran?- pregunté curioso.
- Pues muy grandes. Muchísimo. Pero aún puedes ver rasgos parecidos en las gallinas del corral.
- Abuelo…. No me tomes el pelo….
- No, no. Si te fijas en sus patas verás que son un tanto raras. Son parecidas a las que tenían esos seres maravillosos.
Justo en ese instante sonó el móvil. Era mi tía. Le dijo a mi abuelo que en media hora pasarían a recogerme.
Fuimos a casa. Allí ya estaba mi abuela esperando con el bocadillo del almuerzo y una botella de agua.
Llegaron mi tía y mis primos en el coche. Monté súper contento. Expliqué, durante el viaje, lo que mi abuelo me había contado de los dinosaurios.
- Justo a donde vamos a ir existen también restos de algún ser vivo de hace muchos años - dijo mi tía.
Esa información nos entusiasmó. Aún no sabíamos el destino del viaje.
- ¿Nos dirás ya a dónde vamos? – soltó impaciente mi primo.
- A la Virgen de Inodejo.
Pasamos del entusiasmo al asombro teñido de decepción. A un santuario en el que ya habíamos estado en alguna otra ocasión. Nos sentíamos estafados.
- No os pongáis así. Os prometo que os divertiréis. Podréis seguir jugando a ser investigadores. Ya lo veréis.
Yo no sabía si lo decía porque notó nuestra desilusión o porque iba a ser verdad.
El caso es que llegamos al santuario y mi tía empezó a agacharse a buscar… ¿setas? No lo podíamos creer. Nos había llevado a buscar setas.
- ¿Por qué no me ayudáis? Aquí existen unas piedras marcadas con una “cruz” y dicen que quien encuentra una es afortunada.
- ¿No estás buscando setas?- dijo mi prima.
- ¿Acaso ves que lleve navaja? – dijo irónicamente.
Nos convenció. Empezamos a buscar no sé qué, la verdad, pero ya nos había vuelto el brillo a los ojos.
Al poco rato mi tía, muy excitada, chillaba:
- ¡Venid, venid! ¡He encontrado una!
Fuimos todo lo deprisa que nos daban las piernas. Miramos la piedra y ¡en efecto! La pequeña piedra que tenía en su mano tenía una especie de cruz.
Nuestros ojos se abrieron muchísimo ¡No nos había engañado!
Seguimos un rato más buscando pero no encontramos otra semejante. Mi tía decidió que era la hora de almorzar.
- ¿Qué significa esa marca? – pregunté a mi tía.
- Esto que hemos encontrado es un fósil. Una marca que hizo un ser vivo que estuvo aquí hace muchos años. Pero la gente devota ve una cruz grabada en
una piedra. ¿No te suena de nada? – y me dio la piedra para que la observase mejor.
- ¡Es como la que tiene mi abuela colgada en el cuello!
- Vaya, vaya. Que avispado. Pensaba que te iba a costar más adivinar dónde habías visto algo parecido. Acabad el bocadillo y vamos al coche. Hace muchísimo aire. Además tengo que ayudar a preparar la cena de esta noche.
¡La cena! Era Nochebuena, se me había olvidado. Así que había tanta cazuela y tanto trajín esta mañana en casa. Esta tarde también vendrán mis padres. Empiezan sus vacaciones. Les diré que me traigan. A ver si encuentro yo una cruz que da fortuna.
Fuimos a casa de mis abuelos. Ese día comimos todos juntos y también cenaríamos en familia.
Durante la cena mi tía puso al día a mis padres sobre nuestros juegos de investigación. Les comentó las tortugas que habíamos visto en piedras, la excursión al Ojo y la expedición de aventuras a Inodejo.
Mi madre dijo que cómo nos había dado tiempo a hacer tantas cosas en tan poco tiempo. Mi abuela rió y dijo que era la ventaja de los pueblos.
Acabamos de cenar y mi abuelo dijo a mi padre que yo era un chico curioso. Que es posible que aprendiera más historias y tradiciones del pueblo que él.
Me encantaba escuchar eso. Mi abuelo estaba orgulloso de mí.
Pasado un rato mis tíos y mis primos se fueron. Yo seguía con el colgante de mi abuela. Me parecía mágico después de saber de dónde procedía. Volví a contar todo lo que habíamos hecho a mi padre. Sonreía. Le encantaba verme con tanta ilusión.
Justo en el momento que iba a subir a dormir sonó la puerta. Era Fortu que venía a ver mis padres. Al parecer no solo soy yo al trofeo que quieren ver, pensé. Me entró la risa. Mi abuelo lo notó.
- Dile a Fortu todo lo que has aprendido aquí en tres días. Más que en el colegio en un mes- mi abuelo me volvió a guiñar el ojo.
- He visto marcas de tortuga en la fuente de Golmayo y en la iglesia de Villabuena. Y además sé que hace tiempo habitaron estas tierras unos dinosaurios que dejaron su huella, así como unos diminutos seres vivos.
- ¡Pues sí que has aprendido cosas! – me dijo Fortu mientras me tocaba cariñosamente la cabeza. – Pero ¿sabes lo más importante que has aprendido?
- No. - Contesté. -Todo me ha parecido importante.
- Sabes que los dinosaurios dejaron sus marcas, que existen fósiles que también nos dejaron su legado. Has descubierto marcas de cantero en las piedras. Curiosamente una tortuga. Es un animal muy longevo. Quizá por eso el cantero que lo talló lo hizo. Para que su obra perdurara en el tiempo. Así lo deseo yo con la piedra que estoy tallando.
- Me encantaría verla terminada – le interrumpí.
- La verás, pero ya no este año- contestó Fortu. – Pero déjame decirte lo más importante que has aprendido. Tú eres la auténtica cantera.
- ¿Qué yo soy una cantera?
- ¡Efectivamente! Todo lo que aprendas y vivas lo podrás contar y enseñar a tus hijos, si algún día tienes, y así todo perdurará y se conocerá. Así se han ido transmitiendo las tradiciones y conocimientos del pueblo de generación en generación. Tirando de cantera. Eres como la piedra sin tallar que poco a poco va sacando su alma.
Me encantó lo que Fortu me dijo.
Era tarde y mis padres me mandaron a la cama. Pero desde esa noche supe que nunca iba a dejar de contar lo que se hacía y había en el pueblo. Seguiría, cincel en mano, formando nuevas “piedras” para que las tradiciones de mis antepasados perdurasen.

Autor: Raúl Marco Blanco

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