TRIBUNA / La cordillera de los Moros
Ángel Coronado reflexiona en este artículo de opinión sobre el origen de lo que denomina "chapapote" del Cerro de los Moros y su existencia y origen reales.
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TRIBUNA / La cordillera de los Moros
“Lo que está por venir ya está viniendo” (cito a Fernandez Sabater, Amador Fernández Sabater, no confundir con Fernando Savater)) es una frase rotunda, redonda, preñada de fruto en sazón. De forma suave nos viene a decir: Señores, no se molesten, el origen, ese acontecimiento inaugural en el que tantos sueños y complacencias depositamos, no existe. A ese acontecimiento se le despoja de su disfraz novedoso en un abrir y cerrar de ojos, porque lo que está por venir y se anuncia con tanta charanga y barullo, ya está viniendo. La primavera ha venido, nadie sabe como ha sido. El origen de la conquista del Perú no fue sino una raya trazada en el suelo por Pizarro con su espada: “El que quiera seguirme que me siga”, y así, de una forma tan arrebatadoramente arbitraria y simple, el solemne “origen” se disuelve como un azucarillo en el agua. El porvenir no existe. Y si lo mencionamos, es que ya está viniendo.
Al pasado, Señores, le pasa igual, no existe. Ni te atrevas a mencionarlo, que si lo haces, será porque lo ves huyendo, pero lo ves.
El problema que se plantea no es, pues, el problema del origen, sino acaso el de la precisión, la exactitud, esa categoría de la que tanto presumen (y con razón) los físicos y los matemáticos. Por cierto, la misma categoría con la que topó el físico Heisenberg en su principio de indeterminación, y la misma categoría que preside tanto la famosa teoría física de la relatividad en el ámbito de las grandes magnitudes (Einstein), como la física cuántica en el de lo infinitesimalmente pequeño (Plank).
En términos generales se me ocurre decir, o pensar, que a la precisión le ocurre lo mismo que a la originalidad, que tampoco existe. En efecto, la filosofía de hoy tiende a negar la originalidad en favor de sus antecedentes y consecuentes. No se niega su existencia genérica sino su existencia precisa o específica. Padecemos algo así como de una necesidad de imaginar esencias o, por el contrario, meter la propia nariz en su frasco. Imaginamos la idea de origen. Imaginamos también la idea de precisión, pero llegamos racionalmente a reconocer que ninguna de las dos existe. Eso es la idea, imbécil, que diría Platón
Les pido disculpas. Les ruego comprendan. La cuestión a la que quiero aludir lo requiere. No es posible hacerlo sin esta pesada introducción que amenaza ya en quedarse con todo el espacio y el tiempo disponible. Pero no. Y vamos a ello.
¿Y si en toda esta marea en la que andamos chapoteando hasta las trancas, unos y otros, esta marea a la que ya cuesta lo indecible hasta nombrarla, este asunto, esta polémica, este ya no sé ni qué, esta cosa carente de precisión, este origen inexistente, esta cordillera musulmana, ese cerro de los moros (ya salió)…? ¿Y si en esa hora precisa de antaño anidase todavía, rabiosamente actual, el aliento de un poeta, la codicia de un mercado, la inocencia de unos niños tras un bando de pajarillas? ¿Y si, hoy todavía, todavía hoy todo eso? ¿Y si mañana, mañana por hoy, también?
Y al punto diría: “¡Señores propietarios del justo territorio al que se conoce con el preciso nombre de “Cerro de los Moros!”, diría, ¡Señores propietarios! ¡Os estáis imaginando lo inexistente! ¡El preciso Cerro de los Moros de las precisas mil tropecientas y pico viviendas es inexistente! Y luego, después de haber plegado de un manotazo el micrófono abatible sobre la mesa, me sentaría de nuevo en mi escaño y de forma disimulada, por si acaso, me pondría en la oreja un tapón de cera, pero solo en una.
Y al punto, decía, me asalta una duda existencial. El origen de todo ese chapapote se me diluye. Cojo un libro. Leo en rigurosa continuidad con respecto al día, ya olvidado, en que dicho libro fue leído por primera vez. Y como el entendimiento carece de orejas y no hay tapones ni tapias que lo paren, en rigurosa continuidad con Don Antonio, de una parte, y el lector mencionado de otra, convenimos a la par en que imaginar lo inexistente y olvidarnos del origen merece la pena (y a ver qué remedio si no, que diría Don Juan), y convenimos también en que ya es hora de dejar en paz a Don Antonio y de hacer algo de caso a Don Juan, “Don Juan de”. Me refiero a Mairena, que Don Antonio le apeaba siempre del “Don”.
A nuestro alcalde no. No lo dejamos tranquilo. Pero no por nada sino porque no podemos. Saturio, ¡Saturio! ¡es que no se deja! ¡mira! ¡no se deja! ¡es como una de esas moscas (con perdón) que se te quiere y se te quiere meter en el ojo, y se te mete con sus amigas (hablo de la vaca o el caballo), acostumbradas a que la cola no llega y a salvo, tranquilas, contentas y alimentándose. Se imaginan invulnerables, apelotonadas en el propio manantial de las lágrimas!
Pues yo cojo el sombrero, cierro los ojos y me propino un sombrerazo en la cara. A veces acierto. Otras, la mosca gana. Y a la vaca o caballo les daría un consejo. Simplemente que parpadeen, que un solo parpadeo las espanta. ¡Cobardes moscas!
Ya, pero también obstinadas. Luego vuelven y vuelven y vuelven. Sin duda resignada, la vaca deja mansamente que chupen jugo. Y el ojo en la vaca, tan manso como en el caballo, lo secreta en abundancia.
Fdo: Ángel Coronado